14 de febrero del 2001


Crítica de la
Organización del Trabajo

Thomas Coutrot

Direction de l'animation de la recherche,
des études et des statistiques (DARES)
Paris, France



El trabajo bajo el imperio de las finanzas

En el curso de los años ochenta ha aparecido un nuevo modelo de empresa, cuya emergencia no estaba prevista ni por los teóricos, ni por los administradores. No reconocida verdaderamente como tal, aparece como algo poco presentable para mucha gente. Ese modelo -que aquí llamaremos "neo-liberal", pero que otros llaman "flexible", "patrimonial" (Aglietta) o "financiarizado" (Boyer), lleva hasta el extremo una tendencia espontánea de la organización capitalista del trabajo: la disociación entre la eficacia y la justicia social.

La génesis de un modelo

Sería hacerles demasiado honor a los teóricos del liberalismo creer que tenían ese modelo en la cabeza cuando, a comienzos de los ochenta, definieron la agenda de las políticas del pos-keynesianismo. Su credo se limitaba a una idea: liberar las fuerzas del mercado. Se trataba de echar abajo las reglas, instituciones y garantías que el capital se había visto obligado a conceder inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Esas concesiones provisionales -el reconocimiento, al menos de facto, del poder sindical en y fuera de la empresa; la redistribución de los frutos del crecimiento; la seguridad social; el control de los movimientos de capital; el papel decisivo del Estado en la regulación de la economía- habían permitido ciertamente treinta años de crecimiento desigual. Pero también habían conducido a laminar la rentabilidad de las inversiones. La aceleración progresiva de la inflación traducía el esfuerzo cada vez más desesperado de las empresas para restaurar sus márgenes. El viraje representado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan consistió, esencialmente, en provocar una recesión brutal gracias a un alza inaudita de las tasas de interés y en desmantelar rápidamente todos las trabas impuestas a la libre circulación de los capitales. El objetivo consciente no era otro que restablecer una relación de fuerzas favorable al capital para reducir el coste del trabajo, incrementar la rentabilidad y relanzar las inversiones. Por añadidura, se esperaba el crecimiento y el empleo.

Enfrentados en el mismo momento al avance en potencia de los competidores japoneses, los jefes de empresa occidentales buscaron en primer lugar imitarles. Misiones de estudio y obras especializadas sobre el "modelo japonés" se multiplicaron a lo largo de los años ochenta, para comprender el secreto de "la máquina que ha cambiado el mundo" (título de una célebre obra sobre el modelo japonés). Kanban, kaizen y círculos de calidad proliferaron en los discursos y también en los talleres. Los especialistas de la gestión cantaban los méritos de la "producción justa" (se produce lo que se demanda de antemano), sin stocks ni pérdidas. Los responsables de recursos humanos hablaban sobre la "cultura de empresa" y el "proyecto compartido". Muchos sociólogos anunciaban la emergencia de la "empresa comunidad", y los economistas discernían "un nuevo compromiso social". El "nuevo modelo productivo" estaría dotado de cuatro rasgos principales: "descentralización de la producción", "puesta en común de la pericia", "salarios cualificados y adaptables" y "relaciones de trabajo cooperativas y que favorezcan la innovación". La nueva relación salarial se caracterizaría, como la japonesa, por "un compromiso a largo plazo entre dirección y asalariados": competencia y lealtad a cambio de una estabilidad en el empleo y/o una redistribución de los resultados financieros de la empresa". Algunas grandes empresas, dotadas a la vez (las dos cosas van a menudo unidas) de direcciones con un espíritu abierto y de sindicatos fuertemente implantados, se lanzaron en pos de ambiciosos programas de renovación de su organización y de sus relaciones sociales: ese fue el caso, por ejemplo, de General Motors con la fábrica Saturn en los Estados Unidos, o en Francia de Renault ("el acuerdo de por vida") o de Usinor-Sacilor.

Sin embargo, la mayor parte de las empresas reales no importaron más que ciertos elementos de la panoplia japonesa. Ciertamente, en los talleres y las oficinas, la descentralización de la organización del trabajo lleva a los asalariados a trabajar directamente bajo la influencia directa de los clientes, según los principios de "justo-a-tiempo": no se produce más que lo que ya está vendido. También es verdad que las clasificaciones rígidas saltan por los aires, la polivalencia y el autocontrol de la calidad se extiende, la movilidad de los asalariados entre servicios se desarrolla, el trabajo se convierte en algo más colectivo. Incluso es verdad también que los asalariados cobran flexibilidad, gracias al aumento de su interés por los resultados de la empresa. Pero dos aspectos fundamentales del modelo faltan a la llamada. En primer lugar, las empresas no se financian por medio de bancos, compañeros fieles y estables. Por el contrario, (...) hacen un llamamiento a los mercados financieros, anónimos y volátiles. Estos últimos -volveremos sobre ello- casi no proveen en realidad de capitales nuevos, los beneficios restablecidos bastan para financiar la inversión constante en la mayoría de los casos. Pero sí que instauran nuevas disciplinas, porque sus exigencias son infinitamente más elevadas que las de los banqueros tradicionales: la liberalización de los movimientos de capital les otorga una fluidez inédita, que les permite reaccionar rápidamente si están insatisfechos con la gestión de una empresa.

Luego -y correlativamente-, el empleo de por vida está fuera de cuestión, y también el empleo estable: la nueva norma es el empleo precario, con la espada de Damocles del despido a punto de caer permanentemente sobre la cabeza. En Francia, fue la recesión de 1993 la que disipó las ilusiones; la brutalidad de los despidos no tuvo precedentes, aunque los beneficios de las empresas no disminuyeron prácticamente nada. Hasta los años ochenta era sobre todo la remuneración del capital la que encajaba las crisis coyunturales. Cuando las cosas iban mal, las direcciones dudaban en despedir, por miedo a los conflictos sociales. A partir de los años ochenta, es la masa salarial la que debe sufrir los costes de los ajustes: las exigencias de los accionistas están antes que los intereses y el empleo de los asalariados. Después, año tras año, las empresas, incluso las florecientes, han experimentado una sucesión de planos sociales. En este fin de siglo, el 75% de los contratos tienen duración determinada (CDD) o son contratos de interinos. En cuanto a los asalariados estables, todavía permanecen ciertamente mayoritarios en las empresas (59% de los asalariados tienen más de cinco años de antigüedad), pero constatan la precariedad de su situación asistiendo, impotentes, a los golpes que la precariedad reparte en torno a ellos.

La mundialización financiera

El modelo productivo emergente saca su fuerza de la mundialización financiera. Se dice a menudo que la mundialización ha resultado de manera ineluctable del progreso de las tecnologías de la información, que permiten la transferencia instantánea de sumas colosales de un punto del planeta a otro. En realidad, si la tecnología ha jugado un papel, éste es -como ocurre a menudo- un papel permisivo: indiscutiblemente la tecnología ha dado alas más poderosas a las financias. Pero son los políticos quienes han liberado esas alas de los lazos que las trababan. "Han hecho falta más de dos siglos, tras el escándalo de Law hasta las medidas establecidas tras la gran ola de hundimientos bancarios en los años treinta, para crear un conjunto de reglas que sujetasen la actividad financiera lo más firmemente posible. Han bastado veinte años para echarlas abajo" (Chesnais).

Hasta los años setenta, los mercados financieros internacionales, de acciones, de obligaciones y divisas, estaban controlados por instituciones nacionales (bancos centrales y del tesoro) en el marco de los acuerdos de Bretton Woods. Las multinacionales, después los países productores de petroleo, encontraron cómodo, en el curso de los años setenta, desarrollar un mercado financiero directamente internacional, que escapase al control de la banca central americana, el mercado de los "eurodollars". Todo basculó al comienzo de los años ochenta, cuando el gobierno Reagan decidió financiar su enorme déficit presupuestario recurriendo a ese mercado internacional. Desde entonces, por convicción política, pero también para convencer a los inversores de que alimentasen sus necesidades, el gobierno americano emprende la liberalización de los movimientos de capitales. Los impuestos, los controles sobre los intercambios, las reservas obligatorias, los acuerdos necesarios al lanzamientto de intrumentos financieros nuevos, todos esos elementos de regulación que no existían sobre los mercados de eurodollars fueron entonces suprimidos en los mercados financieros británicos y americanos. Los otros países industrializados fueron progresivamente conducidos a imitar el ejemplo anglosajón antes de que el FMI se encargase de imponerlo en todo el planeta. Resultado de decisiones políticas facilitadas por innovaciones tecnológicas, la mundialización financiera desestabilizaría finalmente, no sólo el mundo de las finanzas, sino la misma esfera productiva. La nueva libertad entregada a los actores financieros provocó un crecimiento fantástico de sus actividades: las financias se convirtieron de lejos en la rama de la industria más dinámica de la economía capitalista. La inversión de las seguridades reglamentarias y la eclosión total de los mercados provocaron una explosión de los riesgos (sobre las tasas de intercambio, los cursos de las acciones y los productos...) que a su vez hicieron necesarios otros instrumentos financieros para defenderse contra esos riesgos. Es el crecimiento sin precedente de "productos derivados", que no figuran de ningún modo en el balance de las instituciones financieras y agravan el riesgo global que pesa sobre el sistema.

Los asalariados en posición de firmes

Los mercados financieros proveen a todos los actores -accionistas, managers, pero también asalariados- de una medida inmediatamente accesible de la norma de eficacia económica. Es necesario permanentemente "estar en la carrera" o resignarse a desaparecer. Es el mercado financiero, mediante las direcciones financieras de los grupos, quien fija directamente la norma de resultados a obtener a cualquier precio: los asalariados no tienen más opción que conformarse o sufrir el rayo de las reestructuraciones. Como dice Alain Minc, la violencia así ejercida aparece tan natural e inevitable como una calamidad meteorológica: "no sé si los mercados piensan con justicia, pero sé que no se puede pensar contra los mercados. Soy como un campesino al que no le gusta el granizo, pero se acostumbra vivir con él". Así, el mercado financiero fluido es un instrumento poderoso de conocimiento, que permite a los dirigentes fijar a sus asalariados unos objetivos ambiciosos pero realistas: "¿Por qué otros triunfan y no vosotros?". Pero es sobre todo un instrumento disciplinario formidable: "si no llegáis, peor para vosotros". Una amenaza muy creíble: los capitales pueden desplegarse rápidamente, mientras que los trabajadores sufren mucho para encontrar un empleo de calidad en un contexto de paro masivo y/o de precariedad. La norma de rentabilidad no puede ser alcanzada más que si todos los asalariados se consagran en cuerpo y alma. La negociación está de más: sólo la obediencia sin condiciones puede calmar a esa fuerzas extrañas y lejanas. Pero una obediencia pasiva o reticente, sino una adhesión en todos los momentos a la causa común. En el mismo barco frente a la ley de los mercados, asalariados y dirigentes deben cooperar en buena armonía, desplegar su espíritu de iniciativa y su capacidad de invención, poner en marcha sus "saberes, saber-hacer, saber-estar", valorizar sus competencias. Esa cooperación no proviene de una cultura de empresa, o de valores compartidos, que crearían un lazo y una comunidad de sentido entre dirigentes y dirigidos: está forzada por la presión de los mercados financieros y la precariedad del empleo.

La empresa neo-liberal triunfa en el imposible de instaurar una disciplina de (área) que deja márgenes a veces importantes a la creatividad de los asalariados. Esa disciplina no cae directamente del cielo de los mercados financieros sobre la cabeza de los asalariados de base: debe apoyarse sobre dispositivos organizativos sofisticados. Tras los años setenta, las direcciones de las empresas han hilvanado progresivamente métodos de organización flexibles que hoy se revelan particularmente adaptados a la transmisión de mandatos de los mercados financieros desde lo alto hasta lo más bajo de la pirámide. La reducción de la dimensión de las unidades productivas es una estrategia de recibo.

Puertas abiertas a la competencia

Al mismo tiempo que delegan en el mercado algunas de sus actividades consideradas periféricas, los dirigentes de los grupos abren las puertas a las fuerzas de la competencia. Recortan las empresas en filiales, ponen en competencia sus establecimientos, fijan objetivos de rentabilidad a sus talleres, creando así otros tantos centros autónomos de beneficio. La entidad central lanza llamada a ofertas internas para satisfacer tal demanda o tal programa de producción: la empresa o el establecimiento mejor colocado arrastrará el mercado. Para obtener de la dirección del grupo los presupuestos de inversiones que permitan seguir en la carrera, cada establecimiento debe proponer los precios más bajos, los plazos más cortos, las prestaciones más fiables y mejor calidad que los colegas de las otras sucursales del grupo. Así, penetra en los talleres y las oficinas la ardiente obligación de conseguir los máximos resultados financieros. Sabiendo que existen otras competencias, los estados-mayores pueden legítimamente fijar los mismos objetivos sus unidades. Los directores de fábrica practican entonces el bench-marking (la copia, diríamos normalmente) visitando más o menos oficialmente las empresas que supuestamente tienen las "mejores prácticas" por una función o un procedimiento particulares. Y recurren a los consultores, especialistas de la administración por objetivos, del reengineering (reconfiguración) o de cualquier otro método de moda.

El reforzamiento del poder central sobre las direcciones locales acrecienta los medios de presión sobre los asalariados: poniendo en competencia a los colectivos de trabajo unos con otros, ese darwinismo interno reduce drásticamente las posibilidades de una acción solidaria del conjunto de esos colectivos, que equilibraría la relación de fuerzas con la dirección general y los accionistas. Así, los asalariados de Renault-Flins pueden esperar beneficiarse de una huelga en Renault-Sandouville, e incluso del cierre de Renault-Vilvorde para ganar "sectores de mercado" interno y mejorar su seguridad en el empleo... a corto plazo.

La nueva fluidez del capital humano

La gestión de los recursos humanos internos está también cada vez más subordinada a la gestión financiera. Políticas de ajuste y de empleo, políticas salariales, políticas de negociación social (cuando es necesario) están al servicio del imperativo supremo: satisfacer las normas que imponen los mercados financieros. La ambición de los dirigentes entonces consiste en alinear la fluidez de los recursos humanos sobre la fluidez de los recursos financieros. Michel Bon, el provocador ejecutivo de France Télècom, ha decidido cuidar su imagen con la ayuda de los nuevos accionistas atraídos por la privatización parcial: creó en 1998 una "direción de recursos humanos y financieros" que anuncia claramente la dirección. La palabra clave es la flexibilidad, entendida en todas sus dimensiones. Las "oficinas nómadas" de Arthur Andersen ilustran esa flexibilidad de forma caricaturesca (...): esa organización refleja la obsesión de los dirigentes, tanto Andersen como los demás, por fluidificar hasta el extremo el proceso de trabajo: suprimir toda redundancia, reconfigurar radicalmente la organización a la menor modificación en las técnicas o los mercados. Esperanza suprema: eliminar la inercia, esa horrible característica humana...

Robert Boyer ha popularizado la oposición entre flexibilidad interna y flexibilidad externa. La primera sería positiva y favorable para los resultados a largo plazo: aceptando la polivalencia entre funciones cualificadas, la movilidad interna entre servicios y establecimientos, la formación continua y la progresión de carrera por el mérito, los asalariados y las empresas se comprometerían en una dinámica de construcción de competencias colectivas y de responsabilidad por la calidad. Por el contrario, la flexibilidad externa, que pretende ante todo la reducción de los costes mediante la compresión de la masa salarial, favorecerían los ajustes a corto plazo (despidos, contratos precarios) y minaría la capacidad de innovación. Esa oposición debe hoy ser relativizada. (...) Las empresas punta presentes en el mercado mundial están sometidas a la vez a presiones muy fuertes sobre los costes y a exigencias de calidad y de innovación. Así, practican a la vez la flexibilidad externa -precariedad, etc.- y la flexibilidad interna -polivalencia, equipos autónomos, formación... El número de empleo precarios no deja de aumentar. Ciertamente, los precarios y los interinos no representaban en 1998 más que un 10% de los asalariados, pero la progresión es rápida, de manera que la mayor parte de los contratos son precarios. Y los contratos individuales no es de ningún modo una garantía de empleo duradero; el despido individual no está prácticamente sometido a ninguna restricción (como no sea la obligación de pagar las indemnizaciones legales). La sucesión de los precarios en la mayor parte de las empresas en un poderoso instrumento de flexibilización de los restantes asalariados. Los grupos franceses con las políticas sociales más avanzadas -Péchiney, Danone o Renault- se han convertido sin muchos remordimientos a los nuevos principios de gestión flexible de los recursos humanos.

La organización neo-liberal del trabajo: la autonomía controlada.

Los nuevos modos de organización del trabajo se revelan de hecho notablemente adaptados a la dominación de los criterios financieros. Al comienzo de los años setenta, la organización jerárquica y rígida típica del taylorismo y del fordismo se había convertido en un obstáculo para la competitividad, que pedía más capacidad de reacción para asegurar la satisfacción del cliente. Pero esa rigidez era necesaria para mantener el control sobre los trabajadores fuertemente organizados, en una época en la que el paro no daba ningún miedo. El hallazgo del modelo neo-liberal consiste en haber liberado la organización del trabajo profundizando en la dominación sobre los trabajadores.

Los primeros equipos autónomos de producción florecieron en los años setenta para "revalorizar el trabajo manual", como se decía en la época de Giscard. Se trataba de devolver un sentido al trabajo, a la vez para limitar las frustraciones, fuente de conflictos, experimentadas por los OS (obreros simples) y las víctimas de la parcelación, y para mejorar las ganancias de la producción movilizando en mayor medida la inteligencia de los trabajadores. Ciertas empresas habían anticipado las tendencias actuales desde los años sesenta: así, ATT había reorganizado sus reservas de empleados con el fin de dejarles más autonomía en la respuesta a la clientela. El debilitamiento de la prescripción de tareas necesita de la confianza de los asalariados, pero de una confianza "muy relativa, porque la libertad otorgada al obrero en la ejecución de la tarea está delimitada estrictamente por las necesidades del mercado. Es la demanda de los clientes la que impone el ritmo de trabajo" (Pignon y Querzola).

Esas experiencias permanecieron aisladas hasta la mitad de los años ochenta. Es entonces cuando, bajo la influencia sobre todo del modelo japonés, se desarrollan las reorganizaciones "centrífugas": círculos de calidad, equipos autónomos, grupos de proyecto, etc. La dimensión colectiva y la autonomía de los operadores de base son, no solamente toleradas como en el pasado, sino explícitamente glorificadas. El término americano de empowerment -intraducible al castellano, pero que implica una devolución del poder al trabajador de base- expresa particularmente bien la naturaleza de esa apuesta de los administradores. Porque se trata desde luego de una apuesta: ¿cómo delegar el poder sin perder el control?

Los dirigentes prueban para esto dos caminos, no necesariamente excluyentes: la estandarización de los procedimientos y la de los resultados. Estandarización de los procedimientos, no de los procesos; así las normas de calidad, como ISO 9000, que se convierten en algo casi obligatorio para los trabajadores encargados, no pretenden imponerles gestos precisos o tiempos determinados a los operadores: se trata sobre todo de obligarles a rellenar formularios y a respetar los procedimientos que permiten, en caso de incidente y reclamación, identificar exactamente la causa del problema y las responsabilidades. Esto es particularmente necesario cuando la empresa trabaja sin ningún stock de reserva, sometida a una tensión extrema ejercida por los clientes. Esa obligación de hacer lo posible para permitir el "rastreamiento" recuerda mucho a la exigencia de transparencia que los accionistas imponen a los administradores: tanto en un caso como en otro, nada debe escapar a la mirada del amo. Si los accionistas exigen informes trimestrales o mensuales a los administradores, los managers someten a menudo a los operadores a evaluaciones semanales o cotidianas de los resultados colectivos. Así, en DHL, el líder de la entrega rápida, un manager declara que "yo pido cuentas sobre los resultados, no sobre el estilo de la ejecución". El periodista observa sin embargo que "la verdadera minuciosidad del informe mensual que hace llegar a la cúspide jerárquica". A parte de los indicadores clásicos financieros y de recursos humanos (absentismo, turn-over, "estado de ánimo general"), provee de 20 a 25 datos sobre la calidad del servicio: tasas de resultados sobre las entregas antes de las 9 horas, antes de la 10.30 y antes de mediodía, gran número de informaciones transmitidas cada hora en la red, control sobre las facturas rellenadas, etc. Todo estos criterios entran en el cálculo de su remuneración mensual".

De todas formas, este vía no es practicada más que para las actividades o los productos que pueden ser estandarizados y formalizados. Cuando la competencia exige la innovación o la calidad en condiciones profundamente imprevisibles, el respeto por procedimientos estrictos (que tiene siempre un precio) y por los indicadores predefinidos se convierte en un handicap. La otra vía es entonces la estandarización de los resultados bajo el imperio de las finanzas. Los equipos autónomos y grupos de proyecto pueden florecer, controlando ampliamente sus métodos de trabajo, pero aguijoneados sin cesar por los objetivos y las obligaciones de los informes de resultados impuestos desde lo alto. Así, los constructores de automóviles, o los grupos internos de proyecto, son obligados a observar plazos y objetivos precisos (un coste global que no puede superar tal pieza o un conjunto de piezas) y luego son "libres" para organizarse como les parezca.

Las direcciones de empresa obtienen de sus asalariados lo mejor de sus capacidades creadoras jugando con el miedo al paro. De todas formas, los asalariados más cualificados, los que poseen las competencias claves para la empresa, no están sometidos a la misma precariedad que los que no ocupan más que funciones anexas menos estratégicas: la dualidad entre un núcleo duro fiel, altamente cualificado e integrado a la empresa, y una periferia inestable es hoy día un rasgo general, con diversos grados. Sin embargo, incluso los asalariados del núcleo duro están sometidos a una gestión individualizada de las carreras que hace creíble la amenaza de expulsión en el caso de que los resultados obtenidos sean muy decepcionantes...

Los equipos autónomos de producción y los grupos de proyecto todavía son minoritarios en las empresas francesas, marcadas por un neo-fordismo profundamente enraizado. La mayoría de empresas se contenta todavía con desarrollar una polivalencia poco cualificada, ampliando por ejemplo las operaciones elementales de mantenimiento o favoreciendo las rotaciones entre puestos para facilitar el reemplazamiento mutuo de los asalariados en caso de imprevisto. No obstante, la presión de la jerarquía directa se ha relajado con respecto a los años sesenta, el número de niveles jerárquicos se ha reducido, las relaciones de trabajo se han suavizado: no se dirige a un obrero bachiller como se dirige a un inmigrante iletrado. Lo que la autoridad del jefe no puede ya hacer, lo hace ahora la autoridad de los clientes y de los mercados: la autonomía es, por una astucia de la historia, la última solución al eterno problema del control capitalista del trabajo.

Los procedimientos de organización y de control del trabajo han reforzado formidablemente el poder de los grandes managers con respecto a los asalariados y los cuadros intermedios. Pero el avance simultáneo del "gobierno de empresa" (la corporate governance) significa una pérdida decisiva de autonomía de esos managers en favor de los accionistas. Los cuadros dirigentes pueden sacar un cierto poder de su papel de intermediarios entre los intereses contradictorios de accionistas y los de los asalariados. El "gobierno de empresa" pretende arrebatarles ese poder sometiéndoles al control y al juicio permanente de los consejos de administración. (...)

Los misterios de la cooperación productiva

Las metamorfosis de la cooperación productiva: Marx y Engels han descrito las formas primitivas de la fábrica capitalista, que incorporaba y trituraba hombres, mujeres y niños en un "mecanismo muerto que existe independientemente de ellos". En ese régimen de movilización, los patrones se baten sobre mercados en competencia y buscan los costes más bajos posibles; una organización del trabajo casi militar reduce a los obreros a simples apéndices de las máquinas; la miseria extrema y la atomización de los trabajadores hacen casi imposible toda acción colectiva. La cooperación se reduce entonces a la coordinación por la autoridad del patrón -y así la entendía Marx. Michael Buwaroy, en su obra clave, Políticas de producción, llama a ese régimen "despotismo del mercado". Pero la amplitud de las luchas obreras y la intervención de filántropos alcanzan una elaboración del derecho al trabajo que limita la arbitrariedad patronal. Sobre todo, los patrones buscan la mano de obra estable y previsible que necesitan. A finales del siglo XIX, algunos grandes patrones ponen en marcha políticas de integración de los trabajadores mediante dispositivos paternalistas fuertemente sofisticados. Así, Schneider se hacía cargo de sus obreros desde la cuna hasta la tumba, en lo que constituía un verdadero feudalismo capitalista. La empresa paternalista funciona reproduciendo metafóricamente el modelo familiar: las relaciones de trabajo se fundan sobre un control simple de naturaleza autoritaria atemperada por la familiaridad; la relación de empleo se da a largo plazo. El pequeño número de asalariados y sus estrechos lazos con el patrón impiden evidentemente toda organización colectiva -que de todas formas sería inútil porque la resolución de tensiones eventuales se opera por ajustamiento directo. La pequeña dimensión de las unidades de producción -regla general, pero no universal- implica en principio mercados competitivos; pero la competencia está atemperada, incluso anulada, por los lazos de fidelidad, de confianza, o simplemente de costumbre, que pueden establecerse entre la empresa y los clientes por la repetición de interacciones de proximidad.

La empresa japonesa representa una forma particular de paternalismo, adaptada a grandes empresas dotadas de trabajadores altamente cualificados: el régimen "toyotista". La integración reposa ciertamente sobre una familiaridad buscada entre los asalariados, y entre los asalariados y los dirigentes. Pero esto no basta: ciertas instituciones específicas vienen a garantizar la adhesión de los asalariados. En primer lugar, el sindicato de empresa, cuyos responsables son considerados como miembros de la jerarquía que velan por un tratamiento igualitario de los asalariados. Esos sindicatos caseros resultan del aniquilamiento, tras violentos conflictos en los años cincuenta, de los sindicatos combativos, a veces cercanos al PC. Luego, la dirección de personal, que va a organizar cuidadosamente la movilidad de los asalariados en la empresa: se trata de evitar que el trabajador se identifique con su taller o con un grupo de compañeros, y de conseguir que se identifique a la empresa mediante una perspectiva de conjunto. Los trabajadores más fervorosos y más cooperativos serán recompensados con promociones más rápidas, las ovejas negras serán excluidas. Le será difícil a un despedido de una gran empresa, así estigmatizado, encontrar de nuevo un empleo equivalente; no le quedará más remedio que contratarse como precario, con un salario reducido, sin protección social y condiciones de trabajo mucho más duras. La "cultura de empresa" japonesa es el resultado, pues, de esta mezcla de políticas integradoras y de amenazas de exclusión: el toyotismo obtiene la adhesión total de los asalariados, gracias al cual las empresas japonesas alcanzan una competitividad que no ha sido desmentida, a pesar de la grave crisis estructural que atraviesa la economía japonesa en su conjunto desde los inicios de los años ochenta.

El paternalismo supone asalariados enteramente dependientes de la empresa y, por tanto, poco cualificados o dotados de cualificaciones específicas. Pero a menudo, cuando la competencia se inclina sobre la cualidad de los productos, las necesarias cualificaciones están en parte controladas por los trabajadores: no pueden acceder al estatuto de obrero cualificado más que respetando ciertas reglas, de iniciación y e aprendizaje, dominando igualmente las técnicas y la ética del oficio. En ese régimen, que podemos llamar "profesional", la ética de la cooperación productiva se puede leer en expresiones como "el amor al trabajo bien hecho" o "la obra hermosa": el prestigio y eol valor económico que el profesional percibe de su trabajo le son reconocidos en primer lugar por sus compañeros, y solamente después por sus patrones. El "oficio" es un registro de competencias productivas, adquiridas por la acumulación de experiencia o por la formación profesional inicial; pero también evoca la comunidad de compañeros, unidos por una deontología o una ética profesional. Reencontramos aquí la dualidad de la cualificación, indisociablemente técnica y social. Los oficios de antaño podían protegerse a menudo de la competencia exterior por reglas de clausura o de racionamiento del acceso a la cualificación; así los médicos y sus numerus clausus, los closed shop y las reglas rigurosas de aprendizaje... Hoy día, los oficios -enfermeras, informáticos, técnicos de mantenimiento...- reposan en primer lugar sobre diplomas reconocidos ampliamente y que permiten una circulación de profesionales de una empresa a otra. Como los cocineros o los albañiles de antaño (e incluso todavía hoy), los profesionales acrecientan su capital simbólico -su prestigio en el oficio- "enriqueciendo su curriulum vitae". Los patrones se quejan ritualmente de no poder estabilizar a estos asalariados nómadas...

Nadie ha expresado mejor esa tensión originaria entre el capital y la cualificación del trabajo que Taylor. A la vuelta del siglo XX, supo personificar y teorizar el esfuerzo general de los patronos para domesticar a esos obreros de oficio que le daban tantos quebraderos de cabeza -en las fábicas y también de vez en cuando en la calle. La estricta separación entre concepción y ejecución, la parcelización de las tareas y el cronometraje pretendían volver a instaurar formas despóticas de mando. Pero con una importante innovación: los beneficios de la productividad así obtenidos debían permitir un crecimiento, moderado pero real, de los salarios. Eso explica que una vez que fueron eliminados los principales sindicatos de oficios (a menudo por la represión), un gran número de sindicatos de industria se pronunciaran a favor de la organización científica del trabajo. En 1915, Henry Ford decidió incluso una importante subida de los salarios para reducir el turn-over y mejorar la producción: sus métodos de trabajo la cadena de armado y la racionalización del trabajo- suponían un mínimo de estabilidad del personal.

En los años veinte y treinta, la penetración del taylorismo y del fordismo en Estados Unidos provocaron una homogeneización de la clase obrera y favorecieron la emergencia de un sindicalismo igualitario y combativo. Para contener la contestación obrera en los años treinta, y asegurar el esfuerzo durante la guerra y luego durante la reconstrucción de los años cuarenta, las autoridades políticas organizaron un equilibrio de fuerzas en la fábrica, gracias a una detallada legislación del trabajo que acordaba amplios derechos a los sindicatos en las empresas desde el momento en que fueran reconocidos allí. Lo que se ha llamado a posteriori compromiso fordista reside en un reparto de tareas más o menos explícitas: los patronos organizan el trabajo como creen necesario, respetando algunas reglas equitativas; y los sindicatos reivindican y obtienen un reparto de las ganancias de la productividad. Los años ochenta han mostrado que ese compromiso no era más que un armisticio provisional: los patrones se sirvieron de la recesión y del paro para debilitar y eliminar a los sindicatos allí donde pudieron.

La cooperación productiva en el régimen fordista reside, como hemos visto, en la dicotomía entre trabajo prescrito y trabajo real. La dirección establece reglas de trabajo detalladas, que supuestamente son suficientes para obtener la eficacia deseada, pero no pueden serlo en concreto. Los trabajadores se las arreglan, más o menos clandestinamente, para limitar las presiones que impone la organización oficial y para superar su ineficacia. Los colectivos de trabajo despliegan su ingenio a la vez para resistir y producir. Hasta finales de los años sesenta, el balance era más beneficioso para los empresarios; pero con el avance del pleno empleo y de los salarios, el equilibrio se rompe. Las resistencias a la intensificación del trabajo se multiplican, y la productividad se ralentiza. La crisis de los años sesenta convence a los empresarios de la necesidad de una revisión completa del compromiso. Comienza entonces la elaboración progresiva y empírica del modelo de la empresa neo-liberal.

El régimen neo-liberal no es un compromiso social

Este breve panorama teórico e histórico de la cooperación productiva ilustra bastante bien el carácter sin duda radicalmente nuevo del régimen neo-liberal. Hasta el presente, la distinción propuesta por Buwaroy entre "regímenes de producción despóticos" y "regímenes de producción hegemónicos" era aclaratoria. Los regímenes despóticos (como la fábrica primitiva de la revolución industrial o el ultrataylorismo que todavía encontramos hoy en los países del Sur) obtiene la productividad por la doble presión de la disciplina en la fábrica y del mercado en el exterior. Pero estos regímenes no son viables en Estados sociales democráticos, donde los trabajadores pueden recurrir a las leyes del trabajo y a instituciones de protección social. La pura violencia no es entonces operativa, y se hace indispensable para el capital encontrar una forma de consentimiento de los trabajadores a su propia explotación. Los recursos a la motivación monetaria individual son crónicamente insuficientes, debido a la naturaleza colectiva y aleatoria del trabajo; y además, para ser competitiva, la empresa tiene necesidad de asalaridos atentos y creativos. La cooperación productiva se apoya entonces en el deseo de reconocimiento de los asalariados en el seno de sus colectivos de trabajo. Los perfiles de estos últimos son variables: empresa/familia (régimen paternalista o toyotista), oficio (régimen profesional), taller (régimen fordista). Pero en ninguna parte la pura racionalidad instrumental es absolutamente suficiente para obtener de los asalariados los resultados requeridos. Cada régimen de producción hegemónica supone una articulación entre la presión de los mercados y, en la empresa, el juego de la autoridad, de las incitaciones materiales o simbólicas.

Eso explica que todos esos regímenes puedan ser descritos como compromisos sociales: el capital se las tiene que componer con los colectivos de trabajo. Para que éstos funcionen, es preciso, en una cierta medida, respetar su propia lógica. En la empresa paternalista, el patrón debe tomar el cuidado de sus obreros, que son como niños. En el taller fordista, la regulación autónoma (la participación clandestina de los trabajadores en la eficacia de la organización) es también fuente potencial de resistencias y conflictos. Pero la empresa neo-liberal parece hacer caer esa obligación. Se parece a un régimen despótico en la formidable coerción que pesa sobre los asalariados: los mercados, el paro y/o la precariedad masiva. Pero sobre todo, parece haber encontrado el medio de arrancar la cooperación sin tolerar la existencia de colectivos estables de trabajo.

Sin embargo, el régimen neo-liberal tiene quizá los pies de arcilla. La crisis financiera mundial, que ha eclosionado en Asia en 1997 y que se ha esparcido por el mundo, no es el resultado directo de la corrupción de las élites asiáticas, como afirma el FMI, sino de una crisis masiva y mundial de sobreproducción. (...) Otra debilidad del neo-liberalismo -esta vez micropolítica- reside en el déficit de legitimación de las nuevas formas de dominación en el trabajo. Porque la cooperación forzada es un simulacro de cooperación, arrancada por la violencia de los mercados. Podría revelarse así de frágil, mediante una revelación y una toma de conciencia colectiva, que por ahora ha logrado impedir.

El régimen de crecimiento neo-liberal define una nueva configuración de poderes en la empresa y la sociedad, una nueva división social del trabajo: los mercados financieros mundializados, el poder de los accionistas, la organización en red y la descentralización de la organización del trabajo, la autonomía controlada, la cooperación forzada.

Patologías de la cooperación forzada

Los managers neo-liberales envían a sus subordinados un mensaje contradictorio o, por lo menos, paradójico: ¡sed espontáneos! Dad lo mejor de vosotros mismos, tanto de noche como de día; no contabilizéis vuestras horas o vuestros esfuerzos, desplegad vuestro ingenio y vuestra sonrisa. Si nuestros medios nos lo permiten, os mantendremos entre nosotros el año que viene... Una gran firma de servicios informáticos anunciaba en París, con ocasión de un gran plan de reclutamiento: "¡se buscan 1000 informáticos felices!" Que los malhumorados y los enfermos se queden en su casa, no les necesitamos... En cuanto a los "felices" titulares de un empleo, sus objetivos individuales y colectivos serán ajustados a la alta cada año, incluso cada trimestre, mientras que la empresa les reducirá los medios materiales y humanos para comprimir los costes. Las exigencias de clientes y accionistas, que penetran en el corazón de las oficinas y los talleres, componen cada vez más el ritmo de los asalariados. Resultado: falta de tiempo, stress, sensación de sobrecarga mental y física creciente. Entre 1987 y 1991, las encuestas del ministerio de trabajo indican una degradación espectacular. Entre 1991 y 1998 la situación se ha agravado aún más, aunque a un ritmo menor. Pero la caza de los tiempos muertos no se ha terminado. La reducción del tiempo de trabajo, primero por la ley de Robien y luego por la ley Aubry sobre las 35 horas, se traduce en muchos casos en una modulación y, por tanto, en una intensificación del trabajo durante los periodos de plena actividad: negociando empresa por empresa, bajo la cuchilla de la competencia, los asalariados no tienen opción.

El avance del "sufrimiento del trabajo" viene en gran parte de ahí: carga e intensidad del trabajo se incrementan en el mismo momento en el que se desfondan las referencias las referencias y las solidaridades colectivas que permitían amortiguar los choques y que daban sentido a la vida en el trabajo. La movilidad acrecentada de los equipos, la precariedad de los empleos, el chantaje del paro: esas prácticas de los managers desarrollan el individualismo entre los asalariados, obligándoles a cooperar en la consecución de los objetivos fijados; el empleo se mantiene a ese precio. "Se plantea entonces inevitablemente el problema de la movilización subjetiva de la inteligencia, del ingenio y sobre todo de la cooperación (vertical y horizontal), sin las cuales el proceso de trabajo se paraliza. Los efectos perversos del miedo no tienen, finalmente, un impacto desfavorable sobre la calidad y la productividad" (Dejours). Quizá, pero parece difícil negar que las empresas francesas han hecho grandes progresos en materia de variedad de productos y servicios y de reducción de los plazos.

La cooperación de los individuos parece, pues, efectiva y eficaz. ¿Sobre qué resortes se apoya? Las ilusiones sobre la "empresa comunitaria" no están ahora de moda. Hoy día, "es bajo el imperio del miedo, por ejemplo por la amenaza del despido planeando sobre todos los agentes de un servicio, como la mayoría de aquellos que trabajan se revelan capaces de desplegar sus tesoros de creatividad para mejorar la producción (en cantidad y calidad), y al mismo tiempo incomodar a sus vecinos con el fin de tener una ventaja sobre estos últimos, ante el proceso de selección para las carretas de despedidos". Incluso la prensa de los managers se interroga sobre el ascenso de la "brutalidad cotidiana" y de la "violencia del trabajo" bajo la "presión de las exigencias de rentabilidad"

(L´Expansion, nº 598, mayo 1999).



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