El Arte Es Una
Máquina de (Des)
Montaje.
Fordismo-Taylorismo
y Vanguardias Artísticas a Principios Del Siglo XX

Emilio Irigoyen

El arte es una máquina de (des)montaje. Fordismo-taylorismo y vanguardias artísticas a principios del siglo XX (Resumen)

A comienzos del siglo veinte, las vanguardias artísticas y algunos críticos culturales respondieron, explícita o implícitamente, a nuevas realidades surgidas en la producción industral, que hoy conocemos como fordismo y taylorismo. Los artistas se sumaron primero a las acusaciones hechas al taylorismo de convertir al ser humano en una máquina, y más tarde, contemporáneamente a la sistematización y difusión del fordismo, las obras comenzaron a mostrar una estructura inorgánica, como puede verse, entre otras formas, en las "incoherentes" figuras surrealistas, el collage dadaísta, o el "desmontaje" del texto en la poesía cubista. La cara más visible del fordismo era la cadena de montaje donde cada elemento del proceso se integra a una línea única para producir el objeto final; los artistas de vanguardia trabajaron el desmontaje y la estructura multilineal y llegaron incluso a rechazar la relación entre obra de arte y objeto.

Palabras clave: fordismo, taylorismo, vanguardia

Art as a (Dis)Assembling Machine. Fordism, Taylorism and Avant-garde Art in the Early Twentieth Century (Abstract)

In the early twentieth century, avant-garde movements, as well as some cultural critics, addressed either explicitly or implicitly the way taylorism and fordism were affecting the labor conditions and the social life at large. Since the first years of the century more and more artists put into question taylorism, which allegedly reduced the human being to a machine. After WWI and the spread of fordism, avant-garde works showed a sort of "dissembled" structure (images with no apparent unity, collages, texts where the words don’t form a unique line, and so on). While the most notorious aspect of fordism was the assembly line, where all the parts merge in a single chain to produce an object, avant-garde artists presented chaotic or non-unified objects that in the end, as in the useless machines by Marcel Duchamp, attempted to disrupt the long-standing equation between individual, man-made objects and "works of art".

Key-words: fordism, taylorism, avant-garde

El Arte Es Una Máquina de (Des) Montaje

En un texto publicado en 1998 Eduardo Grüner sostiene:

es curioso (pero sin duda significativo) que no haya demasiados análisis sobre el modo en que la iconografía de la discontinuidad espacial -incluidas cosas como la "microfísica", el "multiculturalismo", la "fragmentación" de identidades, etcétera- réplica a la propia lógica de funcionamiento de la nueva fase de acumulación capitalista llamada tardía, con su descentralización y su segmentación productiva "posfordista". (p. 7)

El presente trabajo se remonta a los antecedentes directos del cuadro presentado por Grüner: es un intento de analizar el modo en que la iconografía de principios de siglo XX replicó a la lógica de la fase capitalista de su época, en particular a su centralización "fordista". La división y mecanización del trabajo desarrolladas en la fábrica moderna, particularmente a lo largo del siglo XIX, promovieron muchas discusiones e imágenes estéticas. Desde fines de ese siglo y durante las primeras décadas del siguiente, dos tipos de transformaciones en el mundo laboral aumentaron la presencia del tema tanto en la esfera del discurso (desde la llamada opinión pública y las discusiones políticas hasta los textos teóricos y filosóficos), como en la percepción de la vida cotidiana. La primera de ellas puede describirse, de manera general, como cambios gerenciales operados tanto en el interior como en el exterior del espacio de la fábrica, pero que fueron notorios sobre todo en el diagrama del proceso de producción dentro de la misma, y que suelen resumirse bajo el rótulo de fordismo. La segunda tuvo que ver con una supuesta racionalización del empleo del tiempo, los movimientos corporales y otros aspectos de la práctica laboral por parte de varias teorías y técnicas (Rattansi: 42-45), muy pronto agrupadas en el nombre de la más famosa de ellas: taylorismo.

Por esos mismos años, el campo del arte experimenta una serie de transformaciones más o menos radicales, asociadas en su mayor parte a lo que en la historia de la estética se denominan las "vanguardias históricas": un vasto conjunto de obras, artistas, movimientos y tendencias desarrollados a principios del siglo pasado y que en su mayoría intentaron cambiar no solamente los estilos preexistentes, sino la idea misma del arte, en tanto disciplina intelectual, y de su práctica, en tanto actividad material. Mientras que el impresionismo, por ejemplo, puede ser considerado como una nueva articulación estilística dentro del paradigma hegemónico en la pintura occidental desde el Renacimiento, las obras de vanguardia ponen en cuestión el concepto mismo de objeto de arte (cuestionando, por ejemplo, la hasta entonces sagrada institución del cuadro de caballete), y proponen o prefiguran un nuevo paradigma, que décadas más tarde sería continuado por estrategias como el happening, las instalaciones y las intervenciones urbanas.

El collage dadaísta [http://www.usc.edu/schools/annenberg/asc/projects/comm544/library/images/712.html] yuxtapone fragmentos de figuras reproducidas mecánicamente y en cuyo origen no interviene la voluntad del artista, el cual se limita a elegir, recortar y pegar los fragmentos, a veces de manera aleatoria. El ready made de Marcel Duchamp [http://www.beatmuseum.org/duchamp/fountain.html] es un objeto cotidiano (un urinal o una rueda de bicicleta), que tras ser sometido a alteraciones menores, a veces solamente a ser firmados por el artista, son presentados al museo o la exposición. La escritura automática surrealista se propone dejar que la mano guíe la pluma con la menor intervención posible de la voluntad conciente del escritor, en un fluir que aspira a eludir los fantasmas del estilo personal y la subjetividad, y a evitar toda planificación o control del escritor sobre el ‘sentido’ de su escritura. La poesía visual [http://thales.cica.es/rd/Recursos/rd99/ed99-0055-01/girandula.html] juega con la disposición de las palabras en el espacio de la página, de modo que la continuidad de la cadena sintagmática se vuelve ambigua, o múltiple, y la mirada del lector, más que seguir la línea del discurso, debe componer él mismo una línea, navegando en las posibilidades y direcciones que sugiere el poema, tal como el observador de un cuadro conduce su mirada más o menos libremente, orientado por las líneas de atención que sugiere la imagen.

En este trabajo queremos mostrar, en primer lugar, que estos ejemplos y, de manera general, los importantes cambios que las vanguardias introdujeron en los modelos de producción estética, compartieron elementos fundamentales con los cambios que estaban produciéndose simultáneamente en los modelos de producción industrial. Las teorías y prácticas que en los primeros años del siglo transformaron el proceso de fabricación de un automóvil y las que hicieron otro tanto con el de una escultura o pieza de teatro utilizaron a menudo patrones estructurales similares. En algunos aspectos, los resultados fueron muy parecidos; en otros, de signo inverso, pero claramente simétricos. Un esclarecimiento de las similitudes y diferencias entre ambos fenómenos tiene mucho que decir sobre cada uno de ellos y, de manera más amplia, sobre una articulación que resultó clave en el desarrollo de la vida urbana contemporánea.

Taylorismo y vanguardia: del mito de la autoría individual a la pesadilla de la anomia colectiva

La crítica a la división y mecanización del trabajo no era, a fines del siglo XIX, una novedad. Ya Adam Smith había contribuido a la misma en La riqueza de las naciones (1776) (1), y desde el segundo cuarto del siglo XIX el problema gozaba de buena presencia en la esferas sociológica, filosófica y política. Tanto Marx como Comte le prestaron atención (2). Hacia fines de siglo, pensadores como Durkheim (II.3.iii; p. 363 y stes.) y Kropotkin (p. 18-19) coincidieron en que el problema no era tanto la mecanización en sí misma, sino sobre todo la anulación de toda experiencia individual y creativa del obrero en el proceso de producción taylorista. Durante las primeras décadas del siglo XX, con la emergencia del modelo fordista y su impacto creciente en el imaginario y la vida cotidiana de las principales sociedades industriales de Europa y Norteamérica (3), este tipo de cuestionamientos se hicieron más y más populares, hasta llegar a producir, en los años treinta, relatos como la novela Valiente mundo nuevo (1932) de Aldous Huxley y los filmes Para nosotros la libertad (1932) de René Chair y, el más popular de todos, Tiempos modernos (1936) de Charles Chaplin (cf. Batchelor: 105-108).

La crítica al taylorismo en la teoría estética y cultural

La reflexión sobre el tema pasó muy pronto al entorno de la crítica cultural (por ejemplo en la obra de Georg Simmel quien lo discute en uno de sus textos más conocidos: "La metrópolis y la vida mental", de 1903 (p. 422). Los más sagaces teóricos y críticos culturales de la siguiente generación comprendieron que el nuevo universo laboral y social era la contracara de los profundos cambios que estaban produciéndose en el campo de la estética. Tal vez el mejor ejemplo sea el clásico texto de Walter Benjamin, La obra de arte en la edad de su reproducción mecánica(1936). En este ensayo, uno de los más importantes análisis de la estética contemporánea producidos en la primera mitad de siglo, el trabajo del actor cinematográfico es comparado al del obrero en la fábrica fordista-taylorista:

Al plantarse ante la cámara, él sabe que en última instancia está plantándose ante el público, los consumidores que constituyen el mercado. Este mercado, en el que él ofrece su trabajo pero también su persona toda, su alma y su corazón, está más allá de su alcance. Durante el rodaje, el actor tiene tan poco contacto con él como [un obrero] con cualquiera de los objetos que se producen en la fábrica. (p. 231)

Benjamin, que en esto relee a Marx, subraya más adelante el carácter fragmentario del trabajo del individuo (actor u obrero), en el contexto de la producción capitalista de comienzos del siglo XX. Según él, las obras de arte, las teorías estéticas y las tecnologías de representación comparten estas características. Mientras que los pintores obtienen una imagen "total", "la del camarógrafo consiste en múltiples fragmentos que son ensamblados siguiendo un criterio diferente" a aquel que el operador de la cámara puede percibir durante la toma (p. 234). Estas menciones al fragmento y el montaje cinematográficos, que refieren implícitamente al universo de la fábrica moderna, se aplican luego a algunas vanguardias pictóricas (principalmente el dadaísmo, pero también el cubismo y el futurismo). En un ensayo anterior, dedicado a uno de los textos clásicos de las vanguardias, la novela expresionista Berlin Alexanderplatz (1929) de Alfred Döblin, Benjamin había introducido por primera vez en la teoría literaria el concepto de montaje, que se origina, según él, "en el reino de la industria" (cit. Scheunemann 88).

También Sigfried Kracauer planteó la relación entre el nuevo modelo laboral fordista-taylorista y la producción cultural contemporánea. Kracauer discute el caso de las "Tiller Girls" (un grupo de jóvenes bailarinas entrenadas militarmente, creado en Inglaterra a fines del siglo XIX y muy activo en Alemania entre 1924 y 1931), como un ejemplo de cómo modelos originados en el "proceso de producción capitalista" y en particular patrones visuales y proxémicos desarrollados en la fábrica fordista-taylorista penetran en la esfera de la vida publica (Kracauer: 78). Kracauer destaca la importancia de lo lineal, con lo que se refiere tanto a la estética de masas como a la cadena de montaje. Pero la linealidad, aclara el pensador alemán, no coincide con la organicidad de la figura, antes bien la anula: si bien las figuras coreográficas de las Tiller Girls son muy lineales, "no existe una línea que se extienda desde las pequeñas secciones de la masa al conjunto de la figura" (p. 77). Es decir, la simplificación lineal de los movimientos del individuo no supone una más fácil integración o conciencia del mismo con respecto a la figura coreográfica global producida por el grupo, sino más bien lo contrario. Estamos pues, sostiene, ante una situación perfectamente equivalente al trabajo del obrero en la fábrica taylorista. En la coreografía del grupo de baile, como en los movimientos de las grandes masas en un estadio, dice Kracauer, los sujetos participantes no poseen una conciencia o comprensión global de la figura visual que están ellos mismos produciendo con sus cuerpos.

Cuánto más se abandona la coherencia de la figura en favor de la mera linealidad, más se aleja dicha coherencia de la conciencia inmanente de aquellos que la constituyen. (…) Cada uno desempeña su tarea en la cadena de montaje ejecutando una función parcial, sin captar el sentido global. Al igual que la imagen creada por la multitud en el estadio, la organización se halla por encima de las masas, una figura monstruosa cuyo creador se sustrae a los ojos de quienes le dan cuerpo, y apenas la observa él mismo. –Es concebida de acuerdo a principios racionales, que el sistema taylorista simplemente lleva a su más desarrollada conclusión. Las manos en la fábrica corresponden a las piernas de las Tiller Girls. Yendo más allá de las capacidades manuales, los tests de actitud sicotécnica intentan calcular también las disposiciones del alma. (p. 77-79)

Kracauer sostiene que en los espectáculos de las Tiller Girls, como en el trabajo en las fábricas, el cuerpo orgánico es desmembrado por una actividad pasiva, "geométrica", y el sujeto transformado en un objeto pasivo, carente de voluntad y creatividad. Una descripción que aparecía ya en Marx, según quién la fábrica moderna "vuelve realidad la absurda fábula de Menenio Agrippa, que hace del hombre un fragmento de su propio cuerpo" (Gorz: 2). El cuerpo desmembrado y su contrapartida, el sujeto desmembrado, fueron dos de las grandes obsesiones de la época, atribuible en parte, quizás, a la experiencia de la guerra, pero que puede rastrearse ya antes de 1914. Los ejemplos son innumerables, y para percibir su amplia gama alcanza con mencionar a artistas tan distintos como los pintores alemanes George Grosz y Max Ernst, el belga René Magritte, el director de cine español Luis Buñuel y el danés Carl Theodor Dreyer, el poeta argentino Oliverio Girondo e incluso alguien como Rainer Maria Rilke, a quien no suele asociarse a la vanguardia (4). En muchos casos, y en particular en el de los surrealistas (como ha podido comprobarse en las dos exposiciones montadas recientemente sobre el movimiento, una en el Museo Metropolitano de Nueva York y otra el Centro Georges Pompidou de París), la desmembración del cuerpo fue una operación simbólica producida por artistas hombres sobre el cuerpo femenino (o sobre simulacros del cuerpo femenino, como las muñecas de Hans Bellver), pero la cantidad y variedad de ejemplos impide limitar la explicación del fenómeno a una cuestión de género -aunque este sea, tal vez, el factor más importante. Junto con el pánico masculino ante la irrupción de la mujer en espacios de poder tradicionalmente dominados por el varón (visible en el crecimiento y diversificación de la población femenina activa o el desarrollo de movimientos feministas y sufragistas), debe incluirse, en primer lugar, la traumática experiencia colectiva padecida en el frente durante la Primera Guerra Mundial y proyectada sobre el conjunto de la sociedad por la prensa, donde las imágenes de cuerpos destrozados se vuelven, quizá por primera vez en Europa, una visión expuesta cotidianamente al ojo del gran público. Creemos, sin embargo, que a tales elementos debe agregarse la nueva imagen del cuerpo como máquina: la experiencia cotidiana que el obrero tiene de su cuerpo, pero también la percepción exterior –real o imaginada- que del mismo tienen aquellos que no trabajan en la fábrica taylorista. Experiencia y percepción del cuerpo como artefacto, pieza de una cadena de montaje en la que opera junto a otros artefactos, todos ellos engranajes de un proceso de producción fragmentario y despersonalizado. El cuerpo del individuo de la era fordista es percibido, según vimos en el texto de Kracauer, como una máquina cuyas partes no guardan relación orgánica con el sujeto, el cual, a su vez, permanece al margen de la lógica del proceso de producción del cual participa. Es comprensible que la metáfora del gran Saber latente, el cerebro que, detrás de las cortinas, todo lo maneja, se vuelva pronto un tópico en los más diversos relatos, desde la popularísima saga del Mago de Oz (iniciada en 1900 por el estadounidense Lyman Frank Baum y conocida internacionalmente por la película del mismo título, de 1939), hasta visiones más sombrías, como Metrópolis de Fritz Lang (1927).

Produciendo arte en la época taylorista

Las piernas de las Tiller Girls, como los brazos del personaje de Chaplin, son pues meras herramientas, desvinculadas de la integridad orgánica del cuerpo humano, y pueden volverse fuera de control, como de hecho ocurre en Tiempos modernos. Se trata del viejo mito de la creación humana que se vuelve contra su creador, inaugurado por esa figura de la sociedad tecnológica que fue, en plena revolución industrial, el Frankenstein (1818) de Mary Séller, y que se metamorfosearía en incontables historias de robots y, más tarde, computadoras (desde Metrópolis hasta 2001, Odisea del espacio y, más recientemente, Blade Runner, Terminator o The Matrix). El mito exhibe en Chaplin una curiosa vuelta de tuerca: ahora es el propio cuerpo humano maquinizado que se vuelve robot y se sale de control. Una imagen que es comparable a la del sujeto humano o subhumano, físicamente muy poderoso, pero cuya mente o voluntad está controlada por un científico o sabio anciano, como puede verse en el más importante filme expresionista, y tal vez la más influyente película surgida de las vanguardias históricas: El gabinete del Dr. Caligari (1919).

El aislamiento de los trabajadores y su incapacidad de comprender o establecer una relación personal con el sentido general de las tareas que desempeñan fue pues no solo algo discutido desde muy temprano en entornos intelectuales de muy diverso tipo sino que pasó muy pronto a manifestarse directa o indirectamente en algunos de los más influyentes relatos de vanguardia, tanto en el cine como en la novela (por ejemplo, la citada Berlín Alexanderplatz) (5). Esta cuestión no se limitó a la estructura interna o la temática de las obras, sin embargo, sino que alcanzó a la propia definición del arte que las mismas propusieron. Hasta los primeros años del siglo, en lo que en el entorno anglófono se denomina Modernism, predominaron los ensayos de recuperar o acceder a la unidad orgánica del sujeto, los intentos por recomponer una percepción holística de lo real, mediante nuevas técnicas para integrar fragmentos (como la multiplicación de los puntos de vista y el uso del collage que hizo el cubismo), o para acceder a una visión global y profunda de la actividad síquica (como la técnica narrativa del fluir de la conciencia de escritores como Wolf y Joyce). Pero muy pronto surgió por doquier (en Suiza, Alemania, Francia, España, Argentina), una generación de artistas cuya actividad no constituía en la recomposición de nada, sino en el asumir lo que ellos consideraban el carácter fragmentario y dislocado de nuestra vida cotidiana. Las obras de vanguardia, en efecto, niegan la posibilidad misma de una reconstrucción del sujeto orgánico cartesiano. Basándose a menudo en Freud y -algo más tarde y en menor medida- en Marx (como hicieron por ejemplo los surrealistas), o bien respondiendo de manera espontánea y a veces naïf al universo tecnológico del que se sintieron parte (como los futuristas italianos y, de una manera distinta, los rusos), los artistas de las vanguardias históricas no solo estaban ejemplificando, a sabiendas o no, lo que los críticos del taylorismo decían sobre los efectos de la llamada racionalización del trabajo en los individuos y en la sociedad como un todo, sino también desmontando las bases estructurales sobre las que estaba fundamentándose por los mismos años el fordismo.

Fredric Jameson, uno de los muchos que han continuado la senda inaugurada por Benjamín en La obra de arte en la edad de su reproducción mecánica, menciona en uno de sus últimos libros la profunda relación que parece vincular a la producción artística de principios del siglo XX con "el proceso de trabajo", un espacio en el cual, según él "el gran fenómeno del taylorismo se impone por sí mismo" (1998: 149). Jameson no desarrolla este punto, pues su tema se vincula más bien con el capitalismo financiero y en particular el de fines del siglo XX. El panorama que tiene en mente no es difícil de imaginar, sin embargo. En un texto anterior, "La lógica cultural del capitalismo tardío" (1991), Jameson historiza la función y sentido del fragmento en la obra de arte desde el siglo XIX hasta entrada la segunda mitad del XX. Esta historia, según él, es la del proceso por el cual se pasa de la integración orgánica del fragmento en una totalidad presente en -y/o presentada por- la obra de arte del siglo XIX, a la disolución de toda unidad integradora, que caracterizaría a la obra posmoderna, y que Jameson ejemplifica mediante Andy Warhol: "En Warhol no hay forma de completar el gesto hermenéutico y restaurar a esos fragmentos aquel gran contexto orgánico" (1991: 8) del que supuestamente alguna vez habrían formado parte. Esto es, según él, una de las causas de la tan difundida práctica "de lo que puede ser llamado pastiche" (p. 16).

Jameson, a diferencia de buena parte de la historiografía sobre las vanguardias, no insiste en la diferencia entre Modernism y Vanguardia (6), y de hecho prefiere oponer, de manera un tanto laxa, a la obra de arte moderna la posmoderna, lo cual le permite ciertas facilidades interpretativas. Si nos limitamos al contexto específico del fordismo y el taylorismo, es muy obvio sin embargo que la actividad de las vanguardias históricas difiere tanto de lo producido unos pocos años antes como de lo que sucederá después. Con respecto a la fragmentación, por ejemplo, si bien se ha señalado el carácter irónico que la misma tiene en los artistas del Modernism (Wilde: 131), tales cuestiones no afectan ni a la condición orgánica de la obra de arte, que se sigue produciendo y percibiendo -es decir, escribiendo y leyendo- como unidad, ni al papel del emisor y el receptor en tanto agentes individuales del proceso de comunicación. En la vanguardia, en cambio, la figura misma de un autor individual, consciente, planificador, que controla la estructura de su obra, es desechada de plano, y otro tanto ocurre con la condición orgánica de la propia obra (Bürger; Murphy: cap. 1). Al decir que un automóvil de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia, el futurista italiano Filippo Marinetti no solo está proponiendo un canon de belleza diferente, sino afectando las condiciones mismas de la belleza. No es bello aquello que un genio o alma sensible produce y que un receptor educado, otra alma sensible, contempla, sino una máquina producida y conducida en un entorno anónimo y colectivo.

Cadena de montaje fordista / Multilinealidad y des-montaje vanguardistas

Si la división y mecanización del trabajo era una preocupación manifiesta en los textos de los sociólogos y la vida cotidiana de los ciudadanos desde fines del siglo XIX, el modelo de producción fordista no se sistematiza sino hasta comienzos del siglo XX. Su relación con las vanguardias no es menor a la del taylorismo, sin embargo. Como dijimos antes, las mentes que están cambiando la estructura de la producción industrial parecen haber empleado modelos curiosamente similares a los que estaban desarrollando, al mismo tiempo, aquellos que estaban cambiando la estructura de la producción estética. Una coincidencia que no tiene nada de sorprendente, por cierto.

Aunque los ejemplos de este segundo aspecto de nuestro tema son tan numerosos como los del primero, será más fácil verlo si nos detenemos en casos más concretos. En el largo poema Ecuatorial (1918), del chileno Vicente Huidobro, al llegar al verso 69 el texto se bifurca en dos series de versos, dispuestas en paralelo:

Los más bravos capitanes
El capitán Cook

En un iceberg iban a los polos
Caza auroras boreales

Para dejar su pipa en los labios
En el Polo Sur

Esquimales

Ambas columnas hablan de expedicionarios que se aventuran en regiones polares, por lo cual la disposición gráfica puede entenderse, en primer lugar, como un intento de subrayar la equivalencia de ambas series. En un segundo nivel, sin embargo, el recurso tipográfico parece responder al deseo de presentar los polos como irreductibles a un texto unilineal. La voz que enuncia Ecuatorial dice hallarse "sobre el paralelo" y observar "nuestro tiempo", con una mirada de alcance planetario. El observador-poeta lo abarca todo, pero para observar ambos polos desde el ecuador parece que necesitara girar la cabeza a uno y otro lado. La mirada unívoca no es suficiente, sino que debe partirse en dos para alcanzar ambos extremos del planeta. La omnivisión de la voz lírica se demuestra pues una pretensión falsa. Otro tanto ocurre por supuesto con el lector, cuya mirada debe saltar de una columna a otra, rompiendo la continuidad sintáctica y semántica de cada serie, o leer una y otra sucesivamente, perdiendo entonces la simultaneidad de lo que está ocurriendo al mismo tiempo (es decir, en el mismo verso), en cada uno de los polos.

Huidobro propone así, como ya había hecho en otros poemas (en particular en algunos de Horizon carré [1917]), una reflexión sobre las limitaciones de la representación unitaria y de la mirada unilineal, que en este caso sirve de base a una crítica del etnocentrismo y neocolonialismo europeos de la época (Irigoyen, 2000). La poesía de Huidobro, sobre todo la del período que culmina con Ecuatorial, ha sido incluida en la llamada "poesía cubista (7)". Si bien es algo forzado usar un mismo término para la plástica y la poesía, es cierto que algunas características compositivas fundamentales del cubismo son bastante compatibles con las de autores como Huidobro. Ambos problematizan la posibilidad de resolver la representación de lo real en el espacio de la obra y proceden a una multiplicación de las líneas de la mirada. Los pintores cubistas, inspirándose en Cézanne, sustituyen la unilinealidad de la perspectiva que prevalecía desde el Renacimiento, por una multiplicidad de puntos de vista. Los poetas sustituyen la unilinealidad del lenguaje escrito, que desde el siglo XV no había cesado de perfeccionarse, por una multiplicación de cadenas sintagmáticas (que en el caso que nos ocupa es, por cierto, de las menos audaces que ensayó Huidobro: se limita a dos, fácilmente identificables y muy sencillamente dispuestas).

Tanto en la plástica como en la escritura, los nuevos procedimientos intentan escapar a la unilinealidad. En la representación visual el resultado es una descomposición del espacio orgánico, "equilibrado", de la figuración posrenacentista. Y de hecho, a los espectadores contemporáneos los cuadros cubistas resultaban generalmente tan incongruentes como la iconografía medieval, donde diversos planos y escenas, a veces involucrando a los mismos personajes, se ordenan de manera "ilógica" en el espacio de la obra (que a una mirada moderna puede parecer incongruente). Otro tanto ocurre con los textos. La historia posrenacentista de lo que hoy llamamos literatura está directamente relacionada a la difícil erradicación u organización de las adiciones, correcciones y digresiones características del palimpsesto medieval. Tal multiplicidad, que parece un caos a los ojos del desacostumbrado lector moderno, era la condición natural del texto, y resultaba a sus lectores tan lógica y comprensible como las abigarradas imágenes visuales tardo-medievales, donde un mismo personaje se repite en varias escenas, sin orden aparente. Lo que Jameson llama la larga historia de la relación entre realismo y sintaxis en las lenguas de Europa occidental (1998: 147), uno de los principios básicos de lo que hoy entendemos por literatura, es un paradigma que se desarrolla sobre todo a partir de la imprenta. Es a esa concepción "literaria" de la escritura que las vanguardias quieren labrar el acta de defunción.

Una forma de ejemplo concentrado de lo que estamos señalando es la historia de la narrativa en la edad moderna, desde las colecciones renacentistas de relatos, como el Decameron de Bocaccio, hasta la novela del siglo XIX, en donde la unidad de la historia narrada, los personajes y el universo descrito alcanzan su plena sistematización. Es por tal motivo que se la llama la novela clásica. Con respecto a este momento clásico, la prosa caleidoscópica y pletórica, aunque todavía perfectamente integrada, de textos como En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust (1913-1922) o Ulises (1921), de James Joyce, parece una culminación barroca, la última y más sofisticada vuelta de tuerca de un largo proceso. Casi en los mismos años que estos autores, los narradores de vanguardia están ya proclamando el fin de tal paradigma. Los escritores vanguardistas rechazan toda unidad orgánica, como puede verse en las más famosas novelas de vanguardia: Nadja (1928), del surrealista André Breton y la ya citada Berlín Alexanderplatz de Döblin. Breton intenta desmontar la unidad del texto y ceder su propio control en tanto autor, mediante la inclusión de imágenes que, supuestamente, aspiran a ser parte del cuerpo mismo del relato, una suerte de hipertexto utópico, avant la lettre, en el que lo visual y lo verbal lograrían fundirse. Breton se niega a escribir una historia: intenta que los apuntes científicos sustituyan a su estilo personal, que fotografías y comentarios sustituyan provisoriamente a la narración sucesiva de los hechos, busca interponer objetos y hechos casuales entre su expresividad y la del texto, entre los hechos de la historia y la escritura que la narra. La novela de Döblin, por su parte, funciona como un collage de perspectivas, voces, imágenes, que no pretenden -más bien eluden- ser integradas en una visión única. El protagonista tiene poca o ninguna voluntad propia, y cuando, hacia el final de la novela, parece estar a punto de encontrar una respuesta global a las cuestiones que lo signan, el relato sustituye tal revelación por un artificio retórico vacío (Irigoyen, 2001). El narrador parece ser una versión irónica del narrador omnisciente del siglo XIX, pero el lector atento descubre que en algunos casos alguno de los personajes ha asumido fugazmente la voz del relato. El dispositivo narrativo es pues incoherente, lo cual no impide que la historia sea totalmente realista y perfectamente comprensible. La unilinealidad superficial y aparente del texto oculta pues una diversidad de textos, como las escaleras de Escher, que a primera vista parecen perfectamente diagramadas, pero al ser observadas detenidamente se revelan estructuras imposibles.

En cuanto a Huidobro, el valor fundamental que tiene en su obra el trabajo con la línea fue observado ya en 1922 por Tadeusz Peiper, quien sostuvo que "el culto de la frase, de la línea poética, es el signo" de la "nueva poesía hispánica" de vanguardia que tenía en Huidobro a uno de sus máximos representantes (Peiper: 330). Más que el "culto" de la línea, sin embargo, se trata de su instalación (junto a otros elementos), en el centro de la problemática formal de la poesía. Juan Larrea sostuvo que tal como la física estaba explorando los secretos del átomo, las artes plásticas y literarias descompusieron las especies estéticas de modo de reordenar sus materiales en toda suerte de combinaciones y posiciones nuevas (cit. Bary: 26). En tales prácticas podemos incluir desde la ya mencionada deconstrucción-reconstrucción de los planos por el cubismo hasta el collage en sus distintas vertientes y, por supuesto, el cine en su trabajo con el montaje. Saúl Yurkievich ha señalado los numerosos y profundos puntos de contacto entre la obra de Huidobro y prácticas contemporáneas como el collage (1997: 128-129), y el montaje cinematográfico, en particular el de artistas como Griffith, Pudovkin y Eisenstein (1995: 96). La posible comparación de las "imágenes en movimiento" del cine con las de un poema es por supuesto problemática. Sin embargo, tal conexión parece apropiada al menos en un aspecto: en el cine la línea, por un lado, se hace presente de manera más concreta y central que en ninguna otra de las artes existentes en el contexto de las vanguardias debido a su soporte físico, pero, por otro lado, experimenta un desdoblamiento constante en su significación pues, como dijo Christian Metz, "lo sintagmático en cine no corresponde(...) a una dimensión, sino a varias" (p. 215). Por lo demás, la linealidad del relato es el resultado del ensamblaje de fragmentos producidos por separado. El mero hecho de que una estructura compositiva tan sofisticada se desarrollara en menos de veinte años, en un medio de expresión enteramente nuevo, sirve por sí mismo de argumento para señalar que la producción industrial de objetos no es el único campo donde la relación entre componentes producidos separadamente y producto final se resuelve por medio de la figura de una cadena de montaje.

En los artistas vinculados a las vanguardias (como Sergei Eisenstein o Luis Buñuel), el montaje se desarrolló de una manera totalmente distinta a aquellos integrados al sistema de las grandes productoras privadas, principalmente estadounidenses. En este entorno, más "industrializado", se desarrolló el llamado "montaje encadenado" o "invisible". El principal referente de esta evolución es la obra David W. Griffith, quien sistematizó las técnicas hollywoodenses del montaje en cortometrajes de aventuras, generalmente ambientados en el "Lejano Oeste", y las llevó después al largometraje con El nacimiento de una nación (1915). En estas películas, los cambios de toma resultaban cada vez menos notorios para el espectador, de tal modo que la línea narrativa se volvía más fluida y la representación de los hechos parecía desarrollarse sin interrupciones ante sus ojos. Esta forma de "realismo", basada en la aparente desaparición del relato y el (no menos aparente) predominio de los hechos narrados sobre la estructura narrativa fue un perfeccionamiento tecnológico de los modelos de la novela realista del siglo XIX. El cine de autores como Buñuel o Eisenstein tomó una dirección totalmente distinta. El espectador de Un perro andaluz (1928) y La edad de oro (1930), los dos primeros filmes de Buñuel, era a menudo incapaz de "seguir" la historia, e incluso de decir si había alguna historia que seguir. Aunque actualmente un espectador entrenado puede reconocer, a grandes rasgos, la trama de Un perro andaluz, la impresión en su momento fue que se trataba de un conjunto de hechos con ninguna o muy escasa relación entre sí. En el cine de Eisenstein, por su parte, los hechos narrados son fácilmente comprensibles, pero el montaje no es por ello ‘tranquilizador’. El director llamó "montaje de atracciones" a su técnica narrativa, consistente no en disimular los saltos de toma, como hizo Griffith, sino en buscar la contraposición dinámica –o si se prefiere, dialéctica– de las tomas. El espectador es permanentemente conciente de estar asistiendo a una construcción narrativa, que por momentos asume la forma de un collage. Es precisamente de la combinación activa de las imágenes que surge el sentido de la historia. Si Buñuel, un surrealista, sustituye la continuidad de una historia convencional por una sucesión de imágenes destinadas a narrar el inconsciente, Eisenstein, comprometido con la revolución rusa, rechaza la linealidad falaz del relato "realista" y propone una suerte de modelo para armar en el que el usuario, un poco como ocurre hoy con Linux, debe participar activamente. Esto lo distingue de creadores como el propio Chaplin. El espectador de Tiempos modernos tiene una participación limitada en la producción de sentido, lo cual no deja de ser una paradoja en una película destinada a condenar la carencia de sentido que tiene, para cada individuo, el sistema de producción. En cambio, al del Acorazado Potemkin (1925), la más famosa película de Eisenstein, se le requiere no solo cumplir una tarea prefijada y simple (ver el filme), sino también comprender la forma en la que el proceso de producción de sentido del filme está funcionando. Mientras que Chaplin reserva al solitario espectador una plaza similar a la que la fábrica taylorista concede a su personaje, el público de Eisenstein es como un grupo de obreros obligados a responder personal y activamente en cada uno de los puntos de la cadena productiva.

El gesto huidobriano de colocar dos estrofas en paralelo requiere del lector una actitud similar. En Ecuatorial, la disposición en paralelo no solo pone de relieve el carácter artificial de todo relato, sino también el carácter atrofiante de la lectoescritura unilineal. Como recuerda J. Hillis Miller, la unilinealidad del texto escrito o impreso es un soporte poderoso del logocentrismo:

Una palabra sigue a otra palabra desde el comienzo al fin. El manuscrito es dispuesto para su impresión en la misma forma, ya sea letra por letra en el linotipo, o de la fuente electrónica en la computadora. El lector sigue, o se supone que debe seguir el texto de la misma forma, leyendo palabra por palabra y línea tras línea desde el principio al final. Esta linealidad solo es rota, en la novela victoriana por ejemplo, por grabados que yuxtaponen "ilustraciones" en un medio diferente al flujo continuo de las palabras impresas, o por cualquier cosa en las palabras de la página que de una u otra manera dice ‘ver página tal y tal’. (p. 5)

El collage, el montaje, la multiplicación o descomposición de la cadena sintagmática y otros procedimientos que las vanguardias propusieron para sustituir la representación visual y verbal posrenacentistas, prestan atención a modelos estructurales similares a los del fordismo. Mientras que la producción industrial organiza el proceso de producción en torno al ensamblaje múltiple de fragmentos que confluyen en una línea única, los artistas insisten en descomponer toda unidad lineal recibida y hacer de la obra la exhibición violenta e impúdica de las partes. La línea es un concepto tan fundante de las vanguardias como lo es del fordismo, solo que en una dirección opuesta.

Conclusion

En todos los casos mencionados, las estrategias formales de las vanguardias suponen una ruptura de los modelos de producción visual y textual unilineal característicos del arte y la literatura occidentales de la modernidad. Esa ruptura se produce en la forma de una descomposición o des-ensamblaje de fragmentos, cuyo resultado es una obra inorgánica y, según los patrones clásicos, disfuncional. Al igual que el cuerpo humano, la obra de arte aparece desmembrada, dislocada. Nada en ella marcha sobre ruedas. Las ruedas son, de hecho, una presencia muy frecuente en la plástica y la escultura de las vanguardias, pero generalmente en la forma de engranajes que, como el obrero de la fábrica fordista-taylorista, han perdido su conexión lógica con el mecanismo del cual forman parte. En esto, también, las vanguardias desmontan una de las figuras paradigmáticas de la modernidad del siglo XIX: la rueda de ferrocarril movida por un movimiento de vaivén. La rueda de hierro que recibe el impulso de un eficiente mecanismo de vaivén es un elemento conocido de la escultura cinética dadaísta y postdadaísta, cuyo pionero fue el propio Duchamp [http://www.bc.edu/bc_org/avp/cas/fnart/art/duchamp.html].

Solo que, en la gran mayoría de los casos, la rueda no hace sino girar sobre sí misma. La linealidad no conduce a ningún progreso en el espacio, sino a una circularidad gratuita. Como las manos del personaje de Chaplin, estas ruedas giran ininterrumpidamente, con toda la apariencia de una actividad fabril perfecta, pero no producen objeto alguno. Sin embargo, lo más importante no es eso, todavía, sino el hecho de que la rueda, como el obrero de Chaplin, no sepa qué es lo que produce su actividad, ni si en realidad produce algo. En definitiva, la mejor imagen de la situación a que se refieren las vanguardias no es ninguna obra de arte que ellas hayan producido, sino la propia ausencia de sentido de la obra de arte, por la que ellas trabajaron. La producción de Duchamp es el mejor ejemplo de esto, como se ha observado muchas veces. Más que sus máquinas incesantes que no hacen nada (Rotativa Placas de vidrio, 1920), o la inmóvil y virtual máquina deseante de su última "escultura", encerrada en un milimétrico espacio entre dos placas de vidrio (El Gran Vidrio, o La novia desnudada por sus célibes, incluso, 1923), a la que Deleuze y Guattari vieran como la más acabada expresión de la esquizofrenia capitalista, lo ‘significativo’ por antonomasia es que tal diferencia, el hecho de que la máquina sea real y dinámica, o virtual e inmóvil, es totalmente irrelevante.

Las vanguardias históricas constituyen uno de los fenómenos más llamativos de la historia del arte, y han sido objeto de incontables interpretaciones. Se han mencionado factores como la nueva experiencia sensorial, sicológica y relacional que suponen las grandes urbes, el trauma colectivo producido por la Primera Guerra Mundial, el impacto de modelos científicos y filosóficos como la noción del tiempo de Bergson y la teoría de la relatividad, entre muchos otros. Mi intención aquí ha sido, en primer lugar, proponer que las novedades introducidas en el mundo del trabajo son, si no más importantes, al menos tan relevantes como cualquier otra para entender la aparición multitudinaria de las vanguardias en los primeros años del siglo XX y, en segundo lugar, mostrar que los diseñadores de prácticas productivas en la industria y sus equivalentes en el arte emplean a veces modelos similares, aunque a menudo con intenciones diametralmente opuestas. Para dejarlo expuesto brevemente: el fordismo, en particular, sistematiza la construcción del objeto integrado mediante la confluencia de los microprocesos de producción en una línea central, cuyo extremo es el artefacto (el Ford T, por ejemplo), mientras que las vanguardias no dan menos importancia a la línea o cadena de ensamblaje, pero apuntando a su desmontaje y, en consecuencia, a una descomposición del objeto final (la "obra de arte"). El collage dadaísta no deja de ser un artefacto tan complejo como el Ford T, solo que en él cada engranaje parece estar fuera de lugar y produce un efecto contrario al de la circulación fluida por las calles de la ciudad: propone un movimiento chirriante, doloroso, lleno de fricciones y de violencias a flor de piel que, en definitiva, se mueve sobre sí mismo, sin conducir a ningún lado. En cierta forma, como lo hace la línea de montaje.

Notes

(1). Bell, p. 212-13. (2) La discusión clásica y más influyente que Marx hizo al respecto está en los capítulos VII.1, XIV y XV del primer libro del Capital. Una compilación de las menciones hechas por Marx al trabajo puede hallarse en Groz. Coomte discutió el tema en la cuarta parte de su Curso de Filosofía positiva. (3) Sobre los cambios que la racionalización introdujo en la vida de los trabajadores a principios del siglo XX v. Stearns, cap. 6, y Meyer, cap. 3. (4) Sobre Rilke, v. Huyssen. (5) IRIGOYEN, 2002, secciones 4 y 5. (6) Cf. BÜRGER y, para una revisión reciente del tema, Murphy. (7) Entre los críticos que defienden tal denominación figuran entre otros Benko, Caracciolo Trejo y Busto Ogden; entre quienes la utilizan con reparos, Yúdice

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