La conflictividad en
la sociedad de la
información y la
globalización: De la
"cuestión social" al
iscurso del riesgo

Igor Sádaba Rodríguez

Resumen

La idea de conflicto tuvo un protagonismo esencial en la constitución y emergencia de la Sociología como campo autónomo. En los modelos sociopolíticos de posguerra quedó patente la vinculación entre la regulación de la conflictividad social (fordismo, Estado del Bienestar, keynesianismo) y su correlato intelectual: el funcionalismo. Con la época posfordista y neoliberal hemos asistido a un desplazamiento de la noción de conflicto por la de riesgo. Desplazamiento que viene acompañado de nuevas visiones de lo que constituye un conflicto y de las formas de abordarlo. Dicha operación de sustitución tiene también importantes implicaciones para la teoría sociológica y para los modos de gobernabilidad política.

0. A modo de Introducción: primeras sociologías y la "cuestión social"

La Sociología es hija de la modernidad, de sus cambios y sus conflictos. Las primeras teorizaciones sociológicas están íntimamente ligadas al desarrollo industrial, a la formación del proletariado, a las divisiones de clase, a la marginación y aparición de grandes bolsas de pobreza urbana, al obrerismo y a las luchas centradas en el trabajo y la fábrica. En ese sentido, la "cuestión social", entendida como dinamizador de relaciones sociales y de estrategias de clase parece ser el centro de las primeras miradas sociológicas (Marx, Weber, Durkheim). Estas sociologías iniciales o constituyentes están centradas en dar cuenta de tales enfrentamientos y, más en concreto, de sus diagnósticos y curas potenciales (en sus dos vertientes, reforma o revolución). Los males eran laicos y sociales, producto de una mala organización social (Ramos, 1999: 269) y requerían una intervención para subsanarse y corregirse.

La sociología se erige entonces como examen y terapia para el cuerpo social, como método de identificación y tratamiento de sus patologías. A su vez, la práctica política y los movimientos sociales se posicionan en torno a estos elementos (1). La sociología del conflicto, articulada con una visión del cambio social y de lo político (Tilly, 1998 y Tejerina, 1991), en un primer momento, es aquella que da cuenta, de diversas formas, de la pugna por el control de los medios de producción (en lenguaje más marxista) o por el dominio de la economía (en lenguaje más estándar) y por las relaciones interclase mediadas por el trabajo.

Dada una serie de contradicciones esenciales, las identidades colectivas fundamentales se construían en torno a este conjunto de conflictos. La cuestión social era la matriz de posiciones/ideologías políticas, el motor de los cambios sociales y la fuente de fenómenos macrosociales principales. El protagonismo de la "cuestión social" divide y polariza las diversas teorías sociales, propuestas políticas o proyectos de construcción colectiva. Sirve como punto de referencia teórico y como legitimación de las intervenciones sobre lo social o las prácticas colectivas.

De esta misma forma, las nacientes teorías sociológicas pivotan, desde una óptica secularizada, sobre las diferentes dimensiones y aristas de la conflictividad industrial (Rundell, 2001), como un intento de normalización cognitiva ante el turbulento mundo moderno que se abre y las dislocaciones que provoca. La idea de conflicto es en esa época, por tanto, la categoría básica para estudiar y entender el cambio social y el progreso. Deducimos entonces que el conflicto social ocupó un lugar destacado en la reflexión sociológica desde sus orígenes, era una categoría central explicativa (2), un concepto ubicuo en la literatura de las ciencias sociales y un término que poblaba los discursos sociológicos de aquellos tiempos. Precisamente, como ya se ha señalado numerosas veces, los momentos de crisis y confrontación catalizan y reactivan la investigación social y la atención de la vida pública.

Sin embargo, según nos adentramos en el siglo XX, tal concepción del conflicto, entendido como enfrentamiento entre clases antagonistas en torno al trabajo o al campo de lo económico, parece que se debilita y difumina. Los discursos sociales dejan de atender al mero espacio fabril y a los sujetos involucrados en el mundo laboral para abrir sus horizontes. Que la "cuestión social" se atenúe en el escenario intelectual intuimos obedece a una doble causa: i) las transformaciones sociales y económicas del siglo XX que desembocan en la sociedad contemporánea y generan una nueva gama de conflictividades que eclipsan y sombrean las anteriores (3), y ii) una cierta invisibilización de tal conflicto mediante su integración o institucionalización a través de determinadas estrategias retóricas, disciplinarias y políticas (4). Por otro lado, la noción de ciudadanía se despega y separa de la capacidad de ser productor o trabajador para atender, en un primer momento, a las posibilidades de consumo y en otro más actual al acceso a la esfera de lo informático, tecnológico o comunicativo.

Nos encontramos entonces en un momento en el que la "cuestión social" entra en declive y ocaso, de manera que parece desplazada y metamorfoseada por otro conjunto de conflictos asociados a los nuevos paradigmas productivos y de consumo, a la globalización económica y mediática, a la conjunción ciencia-tecnología, a los riesgos de una civilización ultratecnocrática, a la convivencia multicultural,...etc. Las inestabilidades que tensionan nuestras sociedades contemporáneas se bifurcan en nuevos antanogismos, dibujando un complejo mapa de fuerzas sociales.

La sociología, entonces, al igual que otras disciplinas y que la opinión pública general, comienza progresivamente a dejar de problematizar los temas asociados al simple mundo del trabajo (reconvertido en empleo flexible), relegando a segundo plano todo lo relacionado con este espacio. Dicha disciplina se fascina por fenómenos nunca vistos y por la rapidez fulgurante de los cambios sociales que se están produciendo y cuyo ritmo vertiginoso acapara la mayoría de intereses y preocupaciones. El movimiento gradual orienta la observación sociológica hacia terrenos inexplorados o procesos emergentes. Ese abandono parcial se realiza entonces en favor de una sociedad de la información y sociedad del riesgo que penetra y permea todas las prácticas sociales actuales y el imaginario colectivo actual. Una sociedad globalizada aquejada de riesgos mundiales que monopoliza todas las miradas a partir de entonces.

1. Fordismo y Funcionalismo: la regulación del conflicto en la postguerra

La consolidación de eso que ha sido etiquetado como Fordismo, modelo keynesiano y/o Estado de Bienestar descompone ese primer paradigma sociológico que hemos descrito anteriormente. Las sociedades de postguerra y post-crisis del 29 dan un paso atrás en la tendencia mercantilizadora del primer capitalismo y recomponen la gramática de relaciones sociales de la época sobre nuevos parámetros (Polanyi, 1989). La complejidad de este entramado político, económico y social no permite una disección detallada y pormenorizada en este artículo. Sí que podemos esbozar, como elemento notable en la argumentación de las ideas que presentamos, unos apuntes sobre los modos de gestión y administración de los conflictos sociales en dicho momento.

El Fordismo es, ante todo, un modo de regulación de la conflictividad, un sistema de gestión controlada de los antagonismos sociales, un pacto global. Las sociedades que se abren tras las guerras mundiales, asumiendo las inestabilidades consustanciales del capitalismo industrial de la época y la amenaza que suponía la fuerza subversiva del movimiento obrero-sindical, elaboraron el diseño de un plan de convivencia pacífica a gran escala. Ello pasaba por una cierta "negociación colectiva o macroconcertación" (Alonso, 1999: 41-70) en la que la clase obrera queda integrada finalmente en el engranaje capitalista a cambio de ciertas compensaciones. Las diversas estrategias de las clases sociales parecen armonizarse mediante la presencia de un ente exterior (el Estado) que compensa los desequilibrios y ejerce de pivote neutral. El pacto keynesiano articula la producción económica con la reproducción social mediante la mediación pública y estatal con fines a una cierta estabilidad social plena y completa.

En cualquier caso, el proceso de reforma social que se le adscribe al fordismo es fruto de largos ciclos de luchas y conflictos sociales que fuerzan a una búsqueda de garantías de macroestabilidad en base a la incrustación en el cuerpo jurídico de determinados derechos y condiciones de bienestar para la población no beneficiada por la lógica mercantil. Se buscó, dicho de otra forma, una solución política al medio económico.

Esta posición (y este punto es fundamental) parte del reconocimiento de la existencia de unos conflictos estructurales que atraviesan lo social sin otro remedio que la intervención estatal y exterior. La premisa de que existen asimetrías inseparables de la esfera socioeconómica, desajustes reconocibles e insuperables entre los diversos grupos sociales y de que el mercado no es un vertebrador eficiente del cuerpo social (fallos de mercado) es el punto de partida para su rectificación colectiva.

El supuesto es que el "juego económico" no posee reglas equitativas y siempre hay colectivos desfavorecidos o segmentos de población con mayor vulnerabilidad o riesgo. Se hace público que existe un enfrentamiento inherente, que afloran desigualdades como consecuencia ineludible del modelo socioeconómico que se maneja y que sólo un nuevo "contrato social" puede mitigarlas. Es decir, la pobreza, la exclusión, la marginación o la desigualdad son "una "cuestión social", una cuestión de interés social que exigía intervención política" (Procacci, 1999: 19). Todo ello nace de un análisis de las imperfecciones o incompletitud de la pura economía o del individualismo extremo (5).

Pero, que quede claro: la regulación de un conflicto no significa su supresión sino el pleno reconocimiento de su existencia. Esta idea es interesada, por supuesto, ya que la resolución adoptada es funcional a la supervivencia del modelo mercantil capitalista; la continuidad de este esquema de funcionamiento requiere de la implicación y participación de todas las clases sociales. De esta forma, se cede en las concesiones sociales y se avanza en la posición favorable para la perduración de la lógica económica imperante. Las partes sociales con una confrontación brusca de intereses se ponen de acuerdo (visión idílica e ideal) en la compartición de un sistema de normas para establecer mecanismos de arbitraje y mediación sobre una realidad de competición explícita.

El Estado, desde esta perspectiva, es el encargado de arbitrar los conflictos y ejerce el control social mediante normas y sanciones a través de un juego de mecanismos institucionales correctores y contenedores. El sistema de regulación de conflictos del fordismo pasa necesariamente por un Leviatán convertido en hada buena del cuento en el que ayuda a encajar todas las piezas de un puzzle altamente complicado. La inclusión de este agente en la lista de participantes del juego político y económico implica su reconocimiento y legitimación pública como soporte de la cooperación social. De esa manera el Estado completa el cuadro de un capitalismo milimétricamente organizado y calculado como el nuevo "agente igualador" (Bottomore en Marshall, 1998 [1950]: 131). Y los derechos de ciudadanía se encargarán de mediar la relación de los individuos con el Estado (Procacci, 1999: 17).

Precisamente una estructura conflictiva puede, no obstante, mantenerse estable gracias a la presencia de dispositivos compensadores que relajen las tensiones aminorando la tirantez. La tensión esencial puede rebajarse o atenuarse por la acción de instrumentos que apuntalen la cohesión y enmienden los errores del sistema. El Estado era, en este sentido, un elemento de regulación de los conflictos mediante su institucionalización (6). Su interferencia buscaba la conciliación y mediación para garantizar el lazo social, la cooperación o una mínima solidaridad colectiva y asegurar una marcha futura no sobresaltada. Su misión era la evaporación y volatilización de los conflictos que impiden una marcha tranquila de lo social. Ello no implica que solucionara moralmente o impartiera una justicia universal en el cuerpo político (ni mucho menos), simplemente operaba para reducir a límites tolerables los antagonismos sociales, recortando y amortiguando su capacidad disruptora. Aunque la intensidad de tales conflictos no se redujera a cero, se pudo minimizarlos canalizándolos por circuitos institucionales y codificándolos legal y jurídicamente.

Admitiendo entonces una "desventaja permanente" producto de los defectos del sistema de clases, se buscaba hacerla más aceptable a través de un cuerpo de derechos llamados "de ciudadanía" (7). Derechos que han llegado a ser bautizados como la base de una "desigualdad social legitimada" (Marshall, 1998 [1950]: 64) o que se dice "aportan los fundamentos igualitarios sustentando la estructura de desigualdad social" (Procacci, 1999: 21).

El funcionalismo, entendido no tanto como un paradigma unitario y monolítico, sino como matriz de teorías sociológicas, se convirtió indudablemente en la estrella de las ciencias sociales de postguerra enarbolando la bandera del consensus. Ponía el acento en los elementos cooperadores, funcionales y estabilizadores y relegaba el conflicto, mediante una terminología casi médica, a desviaciones patológicas, periféricas y extrañas. Insistía en sus diversas versiones en su poca importancia (Parsons), disfuncionalidad (Merton) o funcionalidad positiva (Coser). Reflejaba, hasta cierto punto, la época histórica en la que emergía, acentuando las virtudes del consenso social y apuntando una visión organicista de los sistemas sociales . Se fijaba únicamente en una visión integradora del equilibrio pautado de los sistemas sociales (8).

Las fuerzas destructoras o quebrantadoras que pudieran estropear la armonía eran disfuncionales, improbables y ejemplos de extrañas rarezas. Un ejercicio claro de metasociología nos describiría esta óptica sociológica como el correlato intelectual del modelo organizativo que soportaba la cohesión social y la vida colectiva. El funcionalismo, en este caso, hizo pasar lo temporal y contingente como universal y necesario. Es decir, consideró que las condiciones coyunturales, temporales y limitadas derivadas del pacto keynesiano eran sistemáticamente reproducidas en otros órdenes sociales con independencia de la elección política tomada en las formas de gobierno.

No señalamos o insinuamos aquí la tan cacareada ceguera histórica o falta de perspectiva del funcionalismo, sino mostramos cómo la ausencia de grandes dosis de reflexividad impide percibir con nitidez que nuestras teorías sociológicas están preñadas de las condiciones materiales de su producción. Lo que apuntamos es la ahistoricidad e ingenuidad de la sociología americana de postguerra en sus diferentes versiones. Hay que mencionar, dentro de la época dorada del funcionalismo, pero cuando daba ya sus últimos coletazos, un cierto redescubrimiento del concepto de conflicto en la sociología europea (Aron, Dahrendorf) que supondrá un punto bisagra entre el funcionalismo más tardío y maduro y las nuevas teorías contemporáneas.

2. Neoliberalismo: adiós a la "cuestión social" y entrada del riesgo en escena

"La enfermedad más común es el diagnóstico." (K. Krauss)

El neoliberalismo, "liberalismo avanzado" (Rose) o capitalismo neoliberal (o tantos otros sinónimos que se le han asignado) entra en escena (las cuestiones de datación temporal son medianamente irrelevantes) a partir de mediados de los años 70 (momento de "crisis" del modelo anterior), llegando a extenderse como modelo político y macroecnómico total y único. Ello implica, además de muchas metamorfosis y reconfiguraciones de la estructura social, un cambio en la regulación de los conflictos sociales, en la forma en que son definidos, significados, abordados y resueltos. Independientemente de las causas de su emergencia, es interesante apuntar que las convenciones que hemos señalado anteriormente como definitorias en la época industrial o de postguerra se reconfiguran en un nuevo orden simbólico (discursivo, teórico,...) y práctico (políticas, regulación jurídica y legal,...). El mundo neoliberal y globalizado viene acompañado de unas reconversiones estructurales en los sistemas de convivencia social, producción y consumo económico, normatividad y cultura política, presencia tecnológica, legitimaciones de los modos organizativos, etc. En ellos se inscriben y sitúan nuevas metodologías para lidiar con los conflictos anudados al pardigma (9) que comienza a reinar.

Lo que aquí mantenemos es que, a diferencia del fordismo, el neoliberalismo, no se posiciona reconociendo públicamente la existencia de conflictos que anteriormente mencionábamos, ni asume la posible imperfección de sus herramientas cohesionadoras. Por lo menos eso se desprende de sus propuestas programáticas y de los rasgos esenciales de sus marcos discursivos. Lo que elabora es una tarea de minimización del potencial disruptor de la conflictividad, en función de estrategias alternativas que puentean las mediaciones típicas del fordismo y las técnicas resolutivas previas. Dicha postura es avalada y estimulada por un renombramiento de fenómenos sociales en nuevos términos.

La reutilización de un nuevo vocabulario (10) que puntúe y guíe la autopercepción colectiva del mundo social condiciona por supuesto qué es considerado como conflicto y de qué forma será abordado (11). Nuestra época asume una construcción lingüística del entorno que disuelve la potencialidad penetrativa de determinados conceptos y apuesta por la capacidad explicativa de otros. El envoltorio simbólico con el que cubrimos nuestra realidad presente nombra (denota) y significa (connota) distintamente la sociedad que tratamos de abordar.

El neoliberalismo, al propiciar una fragmentación productiva sin precedentes (subcontratación, deslocalización, desregulación, flexibilización, precarización, cultura empresarial, privatismo, mercantilismo,...) favorece una fragmentación de los sujetos del fordismo y su inicial homogeneidad (Alonso, 1999: 35). Ello genera un borroso perfil de clases, grupos y sujetos colectivos que se muestran incapaces de enarbolar una bandera unitaria de intereses y demandas (crisis del sindicalismo y aparición de nuevos movimientos sociales). Las biografías laborales se hacen añicos y las identidades asociadas al mundo del trabajo se reinventan en otras formas de agregación colectiva hasta ahora desconocidas. A ello se suma el "adelgazamiento" del Estado, su nueva posición en la gestión política y su papel presente en el campo económico.

La globalización financiera, la hipertecnologización incontrolable, la mediatización comunicativa de las interacciones sociales, los cambios en las soberanías nacionales (Sassen, 2001), etc. van minando la senda por la que caminaba la seguridad fordista y las garantías públicas para la vida social que el mundo occidental de posguerra había construido. Así, el descenso de las seguridades jurídicas clásicas ha producido un aumento sin precendentes de los riesgos sociales, económicos y políticos que aquejan a nuestras sociedades y que corre paralelamente a los ataques al Estado como articulador y componedor del cemento social. Este conjunto de desfases se ha ido produciendo hasta consolidar un complejo panorama de incertidumbre, ambigüedad, ambivalencia e incapacidad colectiva para la administración de un mundo en cambio total. De esta manera, somos testigos y espectadores de un viaje cuyo punto de partida era los macroconflictos de clase y la estación de llegada una constelación fragmentaria de microconflictos deslabazados y riesgos que acechan.

3. La teoría del riesgo como nueva teoría del conflicto: de la mutación sociológica

"La sociedad ya no salva." (P. Drucker)

En el plano sociológico, la reconversión se ha dejado notar en las ópticas aplicadas, la terminología empleada y las propuestas realizadas. La noción de riesgo (Beck, 1992; Luhmann, 1992; Ewald, 1996; Beck, Giddens y Lash, 1997; Ramos y Selgas, 1999, etc.) ha desplazado, con fuerza inusitada, muchas de las ideas-fuerza que se manejaban con soltura en las ciencias sociales pero que ahora se consideran obsoletas, inservibles y poco prácticas. Se remarca, además, de manera evidente un protagonismo emergente y novedoso del final de una época: "fin del trabajo", "fin de las certidumbres", "fin de la historia", "fin de las ideologías", etc (12).

El escenario de la globalizada sociedad de la información no es tan idílico como inicialmente parecía o había sido anunciado por los voceros posmodernos y se ha visto también turbado por temores, incertidumbres, consecuencias no deseadas, controversias, efectos secundarios y colaterales, externalidades, errores y paradojas. Ese conjunto de reacciones compone el mapa de lo que se ha llegado a denominar en tiempos recientes el paradigma teórico de la "sociedad del riesgo". Las teorías del riesgo (13) ponen el acento en las consecuencias no queridas que acompañan indisolublemente al progreso y la cara oscura del devenir de la modernización civilizatoria.

El tipo de civilización con el que nos enfrentamos ha llegado a un punto en el que sufre los frutos envenenados y los resultados no esperados y no deseables de, fundamentalmente, los procesos de invención técnica y la globalización económica. La institucionalización del núcleo tecnológico y financiero genera una serie de efectos negativos donde la responsabilidad de las catástrofes o los males asociados se diluye en un imaginario complejo. Se ha dicho, desde algunos teóricos del riesgo, que nuestra civilización corre el peligro de "morir de éxito". La noción de riesgo sería el aviso de los males enquistados en el desarrollo estructural de las sociedades modernas. El riesgo sería el precio pagado por las sociedades modernas por el desarrollo ilimitado y el progreso sin fin, reflejando su "malestar cultural" (Freud) o "crisis espiritual" (Valery).

Mercados anónimos e indomables, inversiones volátiles, catástrofes tecnológicas, desastres medioambientales, vidas automatizadas, nueva pobreza y exclusiones sociales (Bauman, 1998), dualización social,... son ahora los elementos que componen el cuadro de "males" (14) que aquejan a la sociedad del riesgo en nuestro recién estrenado siglo. El discurso sociológico, centrado en dar cuenta de la conflictividad, se fractura y estalla en pedazos que se encargan de componer otros paradigmas. Ahora se impone una mirada sobre la gestión de la incertidumbre, del caos, de la misteriosa tecnología, de la opacidad del sistema, de la predicción estadística... etc. Sometidos al oleaje y los caprichos de la economía virtual, los mercados financieros o la maquinaria tecnológica, nos confiamos entonces a los designios de la diosa fortuna buscando las oportunidades que nos permitan sobrevivir en la tormenta. Son males que no se pueden rehuir, el precio necesario del progreso. Son, en términos analíticos, peligros socialmente fabricados, de carácter global y de consecuencias de destrucción ilimitada.

Indudablemente es imposible encorsetar el discurso sobre el riesgo desde una sola perspectiva. Entre otras cosas, porque la idea de riesgo ha sido ambivalente desde el principio (como efecto puramente negativo y como guía o esquema de la nueva acción social). Tiene una cara eminentemente crítica (como denuncia del potencial autodestructivo del complejo técnico-económico) pero también se presenta como normalizador y naturalizador del mal inevitable. De esta manera, la idea misma de riesgo ha ido permeando y se ha extendido más allá del puro núcleo semántico que autores como Beck le atribuyen para copar casi todos los discursos sociales y políticos. Tal generalización masiva y extrapolación es la que analizamos aquí.

Ello va a suponer, como fruto del cambio en la gramática comunicativa (15), una cierta falta de reconocimiento del conflicto, su invisibilización y disolución en otros procesos que eclipsan o sombrean esos antagonismos. No existe una negación explícita de su presencia o una intencionalidad oscura que abogue por su ostracismo pero es abordado desde un lugar que neutraliza sus consecuencias más notables. La construcción sociocultural y simbólica del riesgo pasa por absorber en su significado mucho de lo que las teorías del conflicto antes tocaban. El solapamiento de ambas teorizaciones supone un trasvase de fenómenos sociales del lado de lo conflictivo a la orilla del riesgo.

El concepto de riesgo es el que se encarga de explicar y abordar la mayoría de problemáticas sociales consideradas fundamentales. Los males sociales, los temas indeseables que afloran en nuestras sociedades, las inestabilidades que intimidan nuestro imaginario, dejan de referirse a un encuentro antagonista entre grupos de intereses enfrentados y se sitúan del lado de la fortuita accidentalidad (una "ironía trágica"). Las circunstancias imprevistas con las que tenemos que acostumbrarnos a vivir funcionan causalmente como la nueva representación colectiva de lo patológico. Los trastornos y malestares no se derivan de una sociedad tensionada o conflictiva sino de la eventualidad de artilugios, dispositivos o espacios mercantiles huérfanos y libres.

Así, la teoría del riesgo se convierte en una nueva teoría de los conflictos, en el sentido que hace las veces de anclaje teórico que fundamenta las explicaciones sobre las desigualdades o inestabilidades sociales. Conflicto y riesgo son, en definitiva, dos formas diferentes de significar, simbolizar y designar los males sociales. Son las dos caras de una moneda que simbolizan las dolencias que asfixian nuestros modelos civilizatorios. Dicho de otra forma, el riesgo enmascara y viste con otros ropajes viejos temores y sacudidas que atenazan nuestra vida en común. No hacemos un obituario apresurado, pero la idea de conflicto ha dejado de estar en boca del sociólogo que ahora se le llenan los labios con la riesgología y las contingencias modernas.

4. Transición: del conflicto al riesgo. Un ejercicio de metasociología

"La sociedad no existe." (M.Thatcher)

Pero, lejos de ser un simple desliz o un lapsus linguae, este desplazamiento tiene implicaciones inmediatas. La idea de riesgo viene acompañada de propiedades que descomponen algunas de las potencialidades explicativas de las sociologías previas y facilita ciertas tentativas esclarecedoras mediante exploraciones diversas. El esquema o plantilla que ahora se coloca para descifrar y solventar el mundo social ha quedado alterado completamente. E, importante, el cambio de paradigma tiene, necesariamente, implicaciones prácticas y políticas. Dicho de otra forma y volviendo a abusar del léxico médico: a diferente diagnóstico, distinto tratamiento.

El kit de herramientas o la caja de utensilios que lleva la sociología consigo quedan modificados también. Y la consecuencia no se hace esperar: la no neutralidad semántica asociada a la elección o designación de ciertos vocablos en ciencias sociales va a tener una versión clara en este caso. Los términos que componen el instrumental sociológico, por muy científicos que se consideren, están connotados e implican toda una nueva semántica de los procesos sociales. Véase como ejemplo algunos de los desplazamientos operados al sustituir de la agenda sociológica la noción de conflicto y la inclusión del riesgo como condición esencial.

A diferencia de la idea clásica de conflicto que estaba imbricada con las acciones intencionales de sujetos colectivos o instituciones sociales, los riesgos se nos presentan como hechos objetivos que pueden ser interpretados como: "correlaciones estadísticas entre series de fenómenos" (Castel, 1986: 224). Ello disuelve la tradicional concepción que entendía los males sociales como el producto de una imperfecta organización social para situarlos en los márgenes de espacios ingobernables o como fruto de complicadísimas e irresolubles operaciones azarosas.

Las enfermedades que aquejan a nuestras sociedades, que descohesionan los lazos colectivos, que enfrentan o marginan a diversos grupos, que trastornan o perturban el devenir social caen del lado de la contingencia, la mala fortuna o el caos azaroso del entramado civilizatorio que nos sustenta. La suerte, sus diversas caras, premian o castigan a través caprichosas decisiones nuestras posibilidades de supervivencia. Es como si el edificio del riesgo, compuesto de cimientos mercantiles, de pilares globalizados y de fachada tecnológica se hubiera escapado y sobrepuesto a nosotros, sus creadores, auténticos doctores Frankenstein, que nos tenemos que encarar e intentar contener a nuestros propios monstruos. El riesgo, simplificando, es una suerte de conflicto irresoluble e ineludible, una contradicción enquistada pero no solventable. Y, por lo tanto, su carácter paradójico es que al tener causas invisibles tampoco es negociable, acometible o tratable en términos clásicos (19).

Castel, precisamente, centrado en el estudio del orden psiquiátrico elabora (20) una definición de riesgo que apunta la desaparición de los sujetos en la causalidad y la objetivización de elementos incontrolables:

"Un riesgo no es el resultado de un peligro concreto del que es portador un individuo o incluso un grupo determinado, sino que es un efecto de la correlación de datos abstractos o factores que hacen más o menos probable la materialización de comportamientos indeseables." (Castel, 1986: 229)

Ha quedado más que demostrado que la mediación tecnificada de una cadena de acciones aumenta las consecuencias no intencionales/deseadas de la acción e impide la imposibilidad de imputar responsabilidades a tales actividades (21). La cada vez más frecuente presencia de la tecnología en situaciones de riesgo ha hecho que gran parte de los desastres se conviertan en accidentes sin actor o causante salvo un cúmulo desastroso y macabro de ítems, cuya coincidencia espacio-temporal sólo puede aproximarse estadísticamente. Idénticamente ocurre con la marcha de la economía global, cuyos baches nunca son achacables sino a enrevesados contextos internacionales y cuyos pequeños éxitos permiten la colocación de muchas medallas.

En ese sentido parece que los actores individuales y colectivos que participan de lo social se difuminan y sus acciones se desdibujan dando paso a un orden objetivo, neutro y tecnificado que produce impredeciblemente los riesgos que nos amenazan. Los sujetos desaparecen lentamente y la actividad social se despega del hombre que construye su historia. Esas combinatorias de factores susceptibles de producir riesgos no son controlables ni mucho menos evitables con certeza, sólo minimizables desde una postura defensiva de cierta doctrina de la precaución (Ewald, 1996).

La moraleja nos dicta que lo que se ha generado es la sustitución de los elementos de una negociación (concertación) entre los sujetos del conflicto por una filosofía de la adaptación temerosa a los factores del riesgo. Un desplazamiento que va de un destino sociohistóricamente construido a un destino dado exteriormente. Nos hemos movido de un conflicto que hundía sus raíces en la desigualdad o dominación a un riesgo que es producto de cifras neutras y asépticas que caen del lado de un mundo opaco y ultratecnificado sin posibilidad de asirlo con firmeza. Un mundo que no puede ya plantearse siquiera la posibilidad de remedios para acontecimientos inevitables que se le imponen y que sólo pueden ser estadísticamente representables.

Un caso ejemplificador de toda esta descripción se desarrolla en el ámbito de la accidentalidad laboral y es abordado con precisión y profundidad por Bilbao (Bilbao, 1997). El accidente de trabajo parece que deja de producirse por el "choque" de intereses contrapuestos entre sujetos y por la presión de lógicas de ganancia que benefician a determinados sectores en el juego económico. En cambio, se observa que comienza a verse como un riesgo natural derivado del enfrentamiento entre el hombre (homo faber) y la naturaleza, entre el trabajador y el entorno productivo. Es el resultado de un elenco de disposiciones técnicas insalvables que colocan al huérfano trabajador en el filo de un peligro indomable. A lo más que se puede aspirar es a recortar anualmente las molestas cifras de siniestralidad laboral, reducir números y maquillar estadísticas.

Un segundo caso a examinar sería la construcción social y mediática del conflicto migratorio/multicultural en las sociedades occidentales. El inmigrante-trabajador ha pasado en breve tiempo del reconocimiento de su funcionalidad en el mercado de trabajo receptor a simbolizar y personificar el riesgo constante de todos nuestros inconvenientes, la amenaza de una invasión exterior y el aumento de todos los indicadores negativos en materia de inseguridad. La presencia de minorías en Europa no se interpreta sobre sus causas últimas y contextuales sino en términos de riesgos para el orden público, "emergencia social" y carácter inasimilable del extranjero (De Lucas, 1996). El clash of civilisations (Huntington) y el "nuevo racismo" (Barker) están anclados en una concepción naturalista de la cultura que dibuja un conflicto irresoluble dado y no creado socialmente (de identidades, religiones, culturas, etc.). Un conflicto que no puede sino sortearse mediante el reconocimiento de una "incompatibilidad inevitable".

Y, en la misma línea, el abandono del conflicto como tema de interés sociológico responde a profundas reconfiguraciones del armazón interno de la teoría social que se deja mecer por estos vaivenes. El desplazamiento de la atención de los sociólogos del conflicto al riesgo, de los factores de inestabilidad política al estudio de los sistemas estables aquejados de fortunas y desastres naturales, sella un rasgo esencial de nuestra época y del paradigma intelectual que se abre. La sociología entonces parece abdicar y dimitir de su labor explicativa "de lo social por lo social" (Durkheim), esgrimiendo argumentaciones que en algunos casos resbalan y caen por la pendiente de cierta mistificación o naturalización de la sociedad del riesgo.

Centrarse en la inevitabilidad de los trances y escollos que produce el capitalismo global tecnologizado tiene el peligro de apartar de la lógica sociológica la idea de que son las acciones colectivas de sujetos concretos las que trazan las guías de la historia. Peligro que también hace inconscientes los conflictos que nos atraviesan y traza el fin de la política y el comienzo de la técnica. En ese sentido el riesgo puede convertirse en toda una "utopía negativa" (Rodríguez, 1999) o antiutopía paralizante.

5. Conclusiones: gobernabilidad en el capitalismo global, regulación de conflictos y nuevas formas de legitimación

"El conflicto no es la forma del antagonismo en abstracto, sino el modo concreto en el que se produce la sociabilidad del orden en el que estamos insertos." (Barcellona citado en Alonso, 1999: 41)

El cambio del fordismo al postfordismo, entendido como un megaproceso macro (con sus múltiples microtransformaciones), implicó una cierta crisis de gobernabilidad en el sentido de exigir un cambio en las formas de legitimación de la vida colectiva y de regulación de la conflictividad social (punto esencial para la construcción duradera de lo social). Ello implica tanto realineamientos prácticos e institucionales como construcciones discursivas nuevas que retejieran las convenciones sociales que permiten la aceptación de lo social tal y como se presenta. El paso del reconocimiento y negociación de los conflictos colectivos a la privatización e institucionalización de los riesgos sociales está marcado por esta mutación. Todo un modelo de valoración y codificación de los conflictos se ha transformado y el estatuto jurídico-político de ciertos elementos también se ha recompuesto (trabajo, sanidad, educación,...). Si los derechos de ciudadanía respondían a una estrategia política de gobierno de lo público están ahora en declive y retroceso, la pregunta que nos acecha es ¿cómo se modula y gestiona lo político actualmente? ¿Cómo se plantean los males sociales y la desigualdad en un orden que reconoce su inevitabilidad?

Es interesante observar las consecuencias que se deducen del cambio anterior en la implementación de la actividad pública y estatal (22). Los poderes públicos ya no participan de la construcción colectiva mediante la intervención directa modulando las dinámicas económicas y políticas sino que quedan reducidos a tareas secundarias: vigilancia de las situaciones de riesgo, intervención mediante prácticas preventivas, una cierta profilaxis defensiva, control de la población, etc. Ello implica una nueva modalidad de Estado, estirado y azuzado por las imposiciones globales y las demandas locales. Como sin conflicto reconocido no hay necesidad de aplicar la búsqueda de consensos tras la deliberación o el pacto, no existe el intento de concertaciones sociales; con lo que el modelo político sobre el que se sustentan las sociedades neoliberales deja ver su radical distinción con sus predecesores. Más aún, la negociación colectiva implicaba una cierta transferencia desde lo económico a lo político, en cambio, la sociedad del riego supone un divorcio y distanciamiento cada vez más marcado y ostensible.

La globalización capitalista está soportada por dos patas fundamentales: la tecnológica y la financiera. Precisamente los dos campos principales de producción de riesgos e incertidumbre. La re-institucionalización que se produce al pasar de una organización social, con el Estado como punta de lanza de la vida colectiva, a un Mercado como actor principal y constructor de lo social tiene su importancia sustancial en el dibujo de las estampas del riesgo contemporáneo (23). El salto al vacío que va del capitalismo público al capitalismo privado tiene mucho que ver con la reconstitución y reformulación de estos cambios a escala institucional.

La misma idea de prevención se hace problemática ya que la tecnificación controladora que aboga por la prevención de las contingencias peligrosas reproduce y multiplica a su vez otros riesgos (efectos iatrogénicos). Las mismas teorías del riesgo (algunas, obviamente no todas), al denunciar el determinismo tecnológico, corren el peligro de caer en el mismo determinismo tecnológico al no contextualizar causalmente o enmarcar en la no arbitrariedad de las decisiones las fuentes sociales de esos riesgos. Hay en ello cierta propensión a celebrar la opacidad del mundo y la ubicuidad de la incertidumbre. Algunas teorías del riesgo tiene como asignatura pendiente identificar los orígenes y motivos históricos del mismo.

La preponderancia de la tecnología o la mercadotecnia financiera no son mera consecuencia insalvable del progreso tecnocientífico sino fruto de una elección política contingente sobre un modelo de sociedad (24). Esta irrupción de "lo imprevisto" (azar, incertidumbre, caos (25),...), que parece ser rasgo asbolutamente novedoso (¿nunca hubo incertidumbre antes?), entronca con una cierta ensoñación tecnocrática y racionalizadora" de corte instrumental que la sociedad de información, dominada por la dictadura de lo técnico, ha desarrollado. Todo ello es producto de un ejercicio discursivo revestido de cierta "neutralidad valorativa e ideológica" vinculada a términos científicos o conjuntos de datos estadísiticos.

El tema crucial que tratamos de señalar es que algunas riesgologías o teorizaciones sobre la idea de riesgo ejercitan una naturalización de lo social, una objetivización de las condiciones que lo producen. El "capitalismo gestionado", hijo del corporativismo y seguidor del bienestar, apostaba por la seguridad. En cambio, el "desorden programado" del "capitalismo desorganizado" (Lash y Urry, 1987) obedece a las opciones escogidas para los modelos sociopolíticos que gobiernan nuestras vidas bajo un nuevo halo de incertidumbre.

El capitalismo avanzado, entonces, desarrolla una cierta "utopía higienista" (Castel, 1986) que mezcla razón calculadora y planificación tecnocrática, cuyo efecto (intencional o no) es la legitimación del modelo socioeconómico imperante y la invisibilización de los conflictos. Si todo modelo social elabora un sistema de regulación y resolución de conflictos, el neoliberalismo está poniendo a trabajar una maquinaria hasta ahora desconocida que sustituye la existencia de conflictos por el campo discursivo del riesgo en un proceso de naturalización del orden político actual (26). El modelo político que lo auspicia provee de un dispositivo cognitivo-ideológico complementario construido de ciertos discursos sociales sobre "fuerzas no controlables del entorno". Los derechos socioeconómicos de posguerra concedían un cierto marchamo de legitimidad y un aura de igualitarismo a las democracias liberales de la época.

Las políticas de gestión de riesgos neoliberales, por otro lado, subordinan y acaparan todo el estrellato e imponen las nuevas reglas de juego, legitimando la mayoría de vueltas de tuerca y reajustes que el orden poskeynesiano ejerce. Centrarse en las actuaciones técnicas concede una mayor aureola de eficiencia y neutralidad frente a la actuación moral (y por lo tanto considerada sesgada, no científica e imperfecta) del Estado del Bienestar (O'Malley, 1996: 191). Las sociedades neoliberales inauguran nuevas estrategias de gestión de la población, que ayudan a desconflictivizar, desocializar (27) y desactivar los conflictos que las agujerean y perforan normalizando su acontecer. Nuevas formas de control, ni represivo ni basado en el intervencionismo asistencial. O, expresado en otros términos, nuevas racionalidades que reemplazan al Estado providencia (Ewald (28)) y a la racionalidad welfarista o keynesiana. Es la irrupción de nuevos modos, por seguir la terminología foucaultiana en boga, de gubernamentalidad (29) o governmentality (tecnologías de gobierno o economía de los medios de administración de lo social). Independientemente de la adecuación u oportunismo del término, nos interesa como manifestación de los diversos esquemas o prototipos de resolución (regulación, institucionalización, invisibilización, integración, exteriorización, etc.) de las disputas y luchas sociales.

Dicho de otro modo, cada modelo político solventa y desata de formas diversas los nudos conflictivos que le ahogan y obstaculizan. Ejercicio que se acompaña de ciertas "normalizaciones cognitivas y discursivas" (Douglas, 1996) como las que indicamos que hace la idea de riesgo y que sustituyen a las respuestas estratégicas clásicas a los conflictos sociales (normalización y socialización de las cargas, responsabilidades y riesgos).

Debemos partir de que una adecuada comprensión de los conflictos que nacen y afloran en nuestras sociedades sólo será posible a partir de un encuadre adecuado en el marco de referencia de una teoría del cambio social. La idea de conflicto (su percepción, valoración o significación) está fijada en esquemas culturales y normativos que traduce relaciones de fuerza y poder (Douglas, 1996). Hoy día, abocados al fatalismo de instituciones que no dominamos y de factores tecnocientíficos que se escabullen entre nuestros dedos, un nuevo "extrañamiento" (idéntico al descrito por Marx o Weber en plena constitución del capitalismo industrial) nos acecha. Declarados públicamente como incapaces para descifrar las causas de nuestros males (y para repararlos o remediarlos), estamos condenados a sufrir los riesgos de la revolución tecnológica, de la arbitrariedad mercantil-financiera o de los atropellos globales. Parece que, frente a este nuevo ethos capitalista, es hora de reivindicar la sociedad como producto histórico de las relaciones que establecemos los sujetos sociales y de tomar las riendas de la construcción colectiva de nuestras vidas.

Notas

(1)Una visión más moderna puede verse en Arrighi, Hopkins y Wallerstein (1999) y otra más clásica en Gaudemar (1981).

(2) Altamente influida por supuesto por el marxismo que dibujaba un panorama de conflicto constante (aunque estuviese temporal y artificialmente soterrado o reprimido).

(3) Teorizado inicialmente en obras como: Dahrendorf (1959 y 1991), Bell (1976), Touraine (1969) e Inglehart (1977 y 1991).

(4) Ejemplarmente recogido en Bilbao (1993), Castel (1995 y 2001) o en Gaudemar (1991).

(5) "Las políticas sociales ponían al descubierto, en especial, la insuficiencia del contrato como base para la construcción de la ciudadanía moderna." (Procacci, 1999: 20).

(6) Dahrendorf estudió en su momento el papel de los sistemas de regulación de la conflictividad social desde este punto de vista (Dahrendorf, 1959: 215- ss.).

(7) La formulación clásica de este proceso puede verse en Marshall, 1998 [1950].

(8) La pérdida de interés por el tema por parte de los sociólogos americanos viene bien descrita en Murillo (1972), en concreto al citar a Bernard preguntándose: "Dónde está la moderna sociología del conflicto. Desde el tiempo de los pioneros como Small, Park y Ross poco se ha progresado, los sociólogos americanos de los últimos años se han contentado con dejar el estudio del conflicto donde Simmel lo dejó." (Murillo, 1972: 96)

(9) Paradigma basado en la implícita contraposición maniquea entre seguridad-bienestar y libertad.

(10) Un ejemplo de la irrupción de un nuevo lenguaje tanto en las ciencias sociales como en el habla cotidiana es la que llega de la mano de la auto-etiquetada "nueva economía": sus "e-forismos" (e-commerce, e-bussines, e-....) y otros vocablos como el prosumo (producción + consumo) (Terceiro, 2001).

(11) Recuerda a la clásica explicación kuhniana de cambio de paradigma en las teorías científicas.

(12) Rifkin, Prigogine, Fukuyama, Bell, etc.

(13) Hay que reconocer, no obstante, la existencia de numerosos tipos de teoría del riesgo y enfoques distintos: antropológicos (Douglas), escépticos como Luhmann, culturalistas como Wynne o neoilustrados como Beck y Giddens, etc. (Ramos, 1999). A lo que hay que añadir que se ha constituido en cajón de sastre de diversos fenómenos radicalmente distintos.

(14) "En cualquier caso, ya esto deja claro que en sí mismo el riesgo es una forma de nombrar, dar espacio y presencia al mal." (Ramos, 1999: 256) y "En este marco analítico, el riesgo tematiza el mal. Es más, podemos asegurar que el proteico discurso del riesgo no es sino la auto-conciencia reflexiva del mal de las sociedades del mal de las sociedades contemporáneas: le da nombre, dice de dónde viene y propone qué podemos esperar y hacer." (Ramos, 1999: 160).

(15) "Como racionalidad política, el welfarismo estaba animado en líneas generales por un deseo ferviente de estimular el crecimiento nacional y el bienestar general a través de la promoción de la ciudadanía social, la responsabilidad social y la socialización de los riesgos. El neoliberalismo vendrá a romper con el welfarismo a varios niveles: al nivel de las moralidades implicadas, de las explicaciones utilizadas y de los vocabularios vigentes." (De Marinis, 1999: 92)

(16) "The prudent subject of risk must be responsible, knowledgeable and rational." (O'Malley, 1996: 202). El riesgo, desresponsabiliza a las instituciones y coloca la pelota en el tejado de un nuevo individuo que tiene que, privadamente o en su microcomunidad, asumirlo como suyo.

(17) Sobre este tema véase el clásico de Merton (Merton, 1976: 145-156).

(18) "Prevention and risk-spreading (e.g. insurance) become more central than detection and correction." (O'Malley, 1996: 190).

(19) "Parece que en el mundo hay un núcleo impenetrable que escapa a la voluntad de los individuos y que regiría sus acciones con ciega fatalidad." (Bilbao, 1997: ix)

(20) Mucho antes de que las modernas teorías del riesgo hicieran gala de su presunta originalidad.

(21) Sobre la "supresión social de la invisibilidad moral" desde un contexto neoweberiano sigue siendo relevante el trabajo de Bauman acerca el Holocausto (Bauman, 1997: 109-153 y 197-221).

(22) No vamos a insistir en la relación riesgo-Estado de Bienestar que está bastante analizada ya en trabajos de mucha calidad (Anisi, 1995).

(23) Como señala Bauman acertadamente "Contrariamente a lo que afirma la proposición metafísica de la "mano invisible", el mercado no está en busca de certidumbre ni puede generarla, por no hablar de darle visos de consistencia. El mercado florece con la incertidumbre (llámese competitividad, desregulación, flexibilidad, etc.) y, para nutrirse, la reproduce en cantidades cada vez mayores. Lejos de ser un elemento de proscripción para la racionalidad de mercado, la incertidumbre es su condición necesaria y su producto inevitable. La única equidad que promueve el mercado es una situación casi igualitaria de incertidumbre existencial compartida por triunfadores (siempre triunfadores "hasta nuevo aviso") y derrotados." (Bauman, 2001: 40).

(24) A pesar de que las decisiones que generen los daños fueran no intencionales (Ramos, 1999: 258).

(25) Una justificación detallada se puede ver en Escohotado (1999).

(26) Lo que ha llevado a algunos a decir que vivimos una época de "crisis generalizada de las regulaciones sociales" (Procacci, 1999: 30) cuando lo que hay es un puro cambio de ellas ya que es dudoso que existan sociedades sin ninguna regulación como nos sugiere la ortodoxia neoliberal.

(27) Representar fuera de las relaciones entre los sujetos sociales.

(28) Este autor elabora una periodización parecida a la nuestra pero desde otros parámetros (Ewald, 1996).

(29) Véase el interesante artículo de P. de Marsinis (1999).

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